lunes, 21 de septiembre de 2015

Historias Fantásticas 1x1


 Segunda Parte: https://eldimensionauta.blogspot.com/2015/09/historias-fantasticas-1x2.html

 

PRIMERA HISTORIA HIGOR DE NÁPAR PRIMERA PARTE LA CRIATURA DE LOS HIGOS 

 

 

      El viaje había sido interminable, ya no sabía cómo colocarme en el asiento; pero la llamada repentina de mi primo era indicio de nuevas hazañas por realizar.

–Te necesito para una casería –habían sido sus palabras.

–¿Qué es esta vez? –le pregunté, deseoso de escapar de mi casa y de los interminables trabajos que me encomendaba mi viejo.

–No lo sé bien todavía; pero por lo que escuché, parece un trabajo bastante interesante.

Siempre tan comunicativo mi primo José. Más corto no podía ser.

–¿Cómo que no lo sabés? –ya me había puesto loco.

–En un pueblo que nadie conoce dicen haber visto un monstruo, una especie de minotauro. Lo llaman la criatura de los higos porque vive en el pantano de los higos –me respondió, dejándome aún más intrigado que al principio.

¿De qué estaba hablando? ¿Por vivir tanto tiempo solo y ermitaño mi primo José se había vuelto loco?

–De seguro debe ser otra pavada como la del monstruo de dos cabezas –argumentó luego–. ¿Venís?

¡Claro que sí! Esa hazaña no me la iba a perder por nada del mundo. Pero al llegar a la estación de Villa Carlos Paz, el lagarto de mi primo no me estaba esperando como me lo había prometido. Sí, cuando llegara iba a darle unos buenos garrotazos. Tuve que cargar mi bolso y gastar más plata en un micro que me llevara hasta las afueras de la ciudad, que lo que me había costado el pasaje en tren. El cual, sin lugar a dudas, fue to·tal·men·te ¡gratis!, gracias a mi carné ferroviario, pues mi viejo trabajaba en el ferrocarril. Y no sólo esto, después tuve que caminar como diez kilómetros para llegar a su aislada cabaña. ¡Tenía ganas de matarlo! Encima cuando llegué, no estaba.

–¡José! –comencé a llamarlo.

Tenía una furia, que empecé a golpear la puerta y casi más la tiro abajo. Pero esta, se abrió sola... Aquel lagarto había dejado todo abierto. También, ¿quién le iba a robar algo a este muerto de hambre? Con un interminable crujido que podía despertar hasta los muertos, esta terminó de abrirse, entré en su sombría sala. Todo estaba cerrado y a oscuras (si este mongui se había ido sin mí lo mataba). Con mucho cuidado, caminé por entre el obstaculizado paso, palpando toda clase de bestias embalsamadas. Tenía un julepe, cada bicho que tocaba parecía vivo, y no sabía con qué cosa nueva me iba a encontrar... Hallándome con una temible quijada que mis manos tuvieron el infortunio de entremeterse entre sus secos y afilados dientes, retrocedí rápidamente, topándome con el agudo filo, de lo que a mi entender, era un cuchillo.

Ya me lo había temido, alguien se metió en la casa... Asustado, levanté las manos, dejé caer mi bolso al suelo, y no me atreví a pronunciar palabra... .

Como a los pocos minutos, se encendió la luz; y entre la surtida colección de animales disecados, apareció el rostro de José, con su sonrisa de mongui asomándose de su flacucho rostro. (Ese animal sí estaba vivo).

–¿Viste qué buena quedó la cabeza de alce? –fue lo primero que me preguntó.

Y al darme vuelta, me topé con su trofeo: Un bicho de ojos vidriosos, piel ocre y raída, y una ramificada cornamenta que parecía la copa de un árbol pelado, con una de estas extensiones punzando mi espalda... Conteniendo mis ganas de matarlo, nos saludamos, sospechando de que esa espectacular cornamenta –y no me extrañaría— fuese en verdad un árbol.

–¿Te acordás? –expresó mientras acariciaba una de nuestras últimas hazañas–. Mañana temprano iremos a Los Higos.

–¿Adónde? –le pregunté extrañado, pues ¿quién conocía ese lugar?

–Los Higos, un pueblito que está a las afueras de Córdoba. Dicen que ahí vieron una especie de minotauro –me contó.

–Pero los minotauros no existen, son una leyenda –objeté–. ¿Para eso me hiciste venir de Buenos Aires?? Como la otra vez que habían visto un dinosaurio, o un dragón, o no sé que cosa, y se trataba de una estatua de piedra construida por unos antiguos indígenas.

–Pero el descubrimiento salió en todos los diarios, y nos hicimos famosos –resaltó él–. Aparte dicen que este monstruo ya atacó una cabaña. Vamos, total por ir hasta allá a investigar, ya me pagan 2.000 australes: 1.500 para mí y 500 para vos, más comida y todo lo demás.

La propuesta era tentadora, pero lo que más me emocionaba de todo esto, es que íbamos en busca de una nueva hazaña. Aunque debo confesar, que mi primo estaba cada vez más loco, y aún el más loco era yo, por hacerle caso y seguirle la corriente. Pero deben entender que yo tendría unos quince años, y mi corazón estaba sediento de aventuras.

 

      Esa noche me acosté fundido, quedé planchado en la cama después de un agotador viaje; y cuando estaba en lo mejor del sueño, sentí a alguien que me sacudía. Mi idílica fantasía fue de repente despedazada en miles de fragmentos, fui zamarreado de mis tibias cobijas y desperté sobresaltado.

–¿Qué pasa? –me erguí alerta, pensando que me había quedado dormido.

Pero cuando abrí los ojos, todavía era de noche.

–Vamos, a levantarse, tenemos que salir –era José.

Y al mirar mi reloj, ¡eran las cinco de la mañana!.

–¡Son las cinco de la mañana! –le dije.

Tenía ganas de matarlo. Y para colmo nos habíamos quedado hasta tarde recordando nuestras pasadas hazañas. Sin tener en cuenta del sueño que me había despedazado. Un sueño dulce, con alguna chica quizás. Pero por su violenta sacudida me lo había interrumpido de tal manera, que había olvidado qué estaba soñando. Sabía que era algo agradable, pero ¿qué? Y por eso ya me había levantado con el pie izquierdo.

–Vamos que así salimos temprano –insistió.

Yo tenía un sueño que me dormía en los rincones. Me quiso hacer tomar un matecocido que no sabía a nada, y después no sé cuántas vueltas dio para acomodar su equipo en su viejo jeep, que por milagro continuaba andando. En todo ese tiempo hubiese podido terminar ese sueño y dormido un poco más.

–¿En esa cosa vamos a viajar? –le pregunté en un momento dado, pues el cascajo se caía a pedazos. Le faltaba un guardabarro, las llantas estaban gastadas, y por milagro podía saberse de qué color estuvo pintado alguna vez.

–Es una máquina, no pago patente, no pago nada y encima anda –me respondió palmeándolo con seguridad, pero no muy fuerte, ya que podía caerse a pedazos como la patrulla del Teniente Risitas. Aquel dibujo animado en donde trabajaba Patán, el perro de PierreNodoyuna, piloto de uno de Los Autos Locos.

Recién partimos a eso de las siete de la mañana, reprochándole en el camino que pude haber dormido dos horas más. Intenté recuperar un poco de sueño durante el viaje, pero el lagarto de José no dejaba de darme conversación, o meterse en los caminos más accidentados que podía encontrar, haciendo saltar la lastimosa suspensión de su cacharro.

–¿¡Adónde queda ese pueblo!? –le pregunté en un momento dado, luego de varias horas de viaje.

–Ya estamos por llegar –me decía.

Después de tres horas de andar a los tumbos, dudaba que existiera ese pueblo desconocido al igual que esa mitológica criatura de los higos. Transitando por un solitario camino (que por suerte era de asfalto), alrededor todo era descampado y el aburrimiento ya comenzaba a volverme loco. Tenía una sed, y por lo visto no había ningún pueblo o ciudad en las cercanías, así que me puse a revisar los bolsos de José en busca de algo para tomar.

–¿Qué hacés? –me preguntó sorprendiéndome con una reprimenda.

–Tengo una sed que me muero. ¿Dónde está la cantimplora? –le dije desesperado.

–Cuando lleguemos compramos algo –me dijo.

–¿¡Qué!? ¡Sos un lagarto! ¿No trajiste nada para tomar? –exclamé ya enloquecido. Me levantó a las cinco de la mañana, y me tuvo ahí como esclavo para que lo ayudara a guardar las cosas, y con todo el equipaje que trajo el mongui no había puesto ni una miserable cantimplora. Tenía ganas de matarlo.

–Mirá esas chicas –me señaló de pronto, desviando mi atención hacia unas frondosas arboledas donde una rubia y una morocha parecían estar esperando un micro o algo parecido.

–Son mochileras –deduje de inmediato por el equipaje a sus espaldas, despejándose mi malhumor con la realización de aquel despedazado sueño.

–Y nos están haciendo dedo –destacó mi primo.

–¡Pará! ¡Pará! –le dije enloquecido, olvidándome de la sed.

Arrimamos el jeep al final de la arboleda y las dos minas subieron con toda familiaridad: Una rubia hermosa y una morocha algo feúcha, pero las dos estaban espectaculares.

–La morocha es para mí –me susurró de inmediato José.

“Ma sí, que se la quede él”, me dije yo al darme vuelta y, aunque tenía mejor cuerpo, era un cuco.

–Hola, ¿qué tal? ¿Hacia dónde van? –preguntó la morocha con toda confianza mientras mi primo ponía en marcha el cascajo que escupió detonaciones de su caño de escape. Qué vergüenza. Quizás porque eran del campo no se bajaron.

–Hacia Los Higos –le respondió José.

–¿Al pantano de los higos? ¿Dónde está el monstruo? ¿Ustedes también van hacia allá? –expresó la rubia con sorpresa mientras se acomodaba.

–Somos cazadores, fuimos contratados para capturarlo –enfaticé yo con aires de importancia.

–Yo soy Silvina y ella es mi amiga Freda. Somos mochileras y pensábamos acampar en el pantano de los higos –comentó la morocha–. Así que son cazadores...

–Sí, siempre nos llaman para todas estas cosas raras. Cazamos monstruos, lobisones, mutantes y animales muy peligrosos –alardeó José serio, importante.

–¿Podemos acampar con ustedes? –preguntó Freda, la rubia.

–Sí, claro –accedí gustoso codeando furtivamente a mi primo.

–Estamos emocionadas de acampar en un sitio donde hay un monstruo, aunque casi siempre son todas mentiras –comentó Freda–. Hace poco estuvimos donde vieron al Nahuelito.

–A veces son verdad, y hay otras en que la gente se confunde –argumentó José poniéndose serio–. Mi viejo murió ahí, buceando en esa laguna. Estaba buscando al Nahuelito y jamás encontraron su cuerpo.

Parte de lo que estaba contando mi primo era cierto, aunque conociendo bien al loco de mi tío, quizás se fue buceando hasta el fondo, se perdió y se atascó con algo.

–¿Cuántos años tienen? –les preguntó después José para romper el hielo.

–Yo 24 y ella 21 –respondió Silvina.

–Yo tengo 22 –respondí con toda seguridad, aumentando mi edad a unos 6 años.

Mi primo le dio su verdadera edad, que eran unos 25 años, aunque a veces, si hablaba de más, aparentaba mucho menos.

–Así que son cazadores de monstruos –nos atribuyó Silvina.

–Sí –afirmó José con toda seguridad–. El año pasado casamos a un monstruo de dos cabezas.

–¿Un monstruo de dos cabezas? –exclamó Silvina con tono de incredulidad.

–Sí, salió en los diarios y todo –le aseguraba José.

–Yo leí algo sobre ese monstruo de dos cabezas, que al final era un perro deforme que nació con dos cabezas –recordó Freda.

–Pero era grande como un monstruo: Tenía dos hocicos, dos quijadas, y costó mucho cazarlo. Quise capturarlo vivo para el zoológico, pero era tan salvaje que tuve que matarlo con la escopeta.

Y no estaba exagerando esta vez. Yo lo había acompañado en esta hazaña, que nos llevó tres días para capturar a este supuesto monstruo. Que resultó ser un enorme perro salvaje con dos cabezas: uno de los trofeos que exhibía orgulloso en su sala, el que acarició cuando conversamos al encontrarnos.

–También capturamos al lobisón en Mendoza –agregué yo, haciéndome partícipe de un logro que habían efectuado José y mi tío.

–Un lobisón... –expresó Freda fascinada.

–Sí, lo estuvimos persiguiendo por el bosque durante varias noches –confirmó mi primo con teatral énfasis.

–¿Y enserio existen los hombres lobos que salen en luna llena y todo eso? –preguntó Silvina interesada.

–La gente del pueblo contaba que sí, y que después se revolcaba en los huesos de animales muertos para tomar diferentes formas –respondió José agregándole más condimento a aquel clima que, rayando el mediodía, todo iba tomando un sombrío panorama.

–¿Y ustedes lo vieron? –recalcó Silvina con escéptico tono.

–Sí, lo seguimos por el bosque durante toda una noche. Veíamos la figura de un hombre algo encorvado que aullaba y gruñía como un lobo –dramatizó mi primo.

–Íbamos caminando con la escopeta, y de pronto caímos en una red –añadí–. Quedamos colgados como en una bolsa de cebollas.

–¿Los atrapó el hombre lobo? –preguntó Freda imbuida en el relato.

–Sí, nos llevó a la rastra a través de todo el bosque hasta una cueva –narró José.

–¿Pero era un hombre lobo? –insistió Silvina–. Para mí que ustedes nos están metiendo un changüí.

–Después nos dimos cuenta de que se trataba de un ermitaño que sufría de licantropía –aportó José.

–¿Licantropía? –preguntó Silvina.

–Sí, es un desorden mental que hace creer a las personas que son animales –le explicó su amiga.

–Pero tenía garras, y su cara era como la de un lobo –le describió mi primo.

–¿Y después qué pasó? –preguntó Silvina tras los dramatizados detalles.

–Terminó en un manicomio –le respondió simplemente José.

–¿Y ustedes qué creen que sea la criatura de los higos? –indagó Freda asomando su rubia y perfumada cabellera sobre nuestros hombros.

–Un toro salvaje, otro licántropo, alguna abominación de la naturaleza, o un loco disfrazado que asusta a la gente como nos pasó una vez –conjeturó mi primo.

–¿Cómo fue eso del tipo disfrazado? –destacó Silvina dando comienzo a otro de los terroríficos relatos de mi primo. Claro, con mi exagerada aportación. Con tal de impresionar a las chicas, estaba siempre dispuesto. Así que se la contamos al mejor estilo Scuby-Doo.

Como a las doce del mediodía nos metimos por un escabroso camino de tierra, pasando por debajo de un viejo cartel de madera que, sostenido por dos postes, anunciaba pobremente: Los Higos. Había muy pocas casas, caminos de tierra, gente a caballo y muy pocos automóviles. Era un lugar olvidado por el tiempo, sin mayor actividad. Tenía su propia central de radio y una gran proveeduría, donde le dije a José que paráramos para comprar algo, pero el lagarto dijo: “Después, después”.

Llegamos a la cabaña de donde habían llamado a mi primo, nos atendió un viejo tranquilo que le pedía permiso a cada pie para dar un paso. Lerdo, nos condujo hasta un derruido galpón. Habíamos introducido a las chicas a una de nuestras misteriosas hazañas, temerosas de dar el siguiente paso por todo lo que le contamos.

–Entró por aquí –nos explicó señalándonos un gran agujero en la pared que las dejó boquiabiertas, agarrándose furtivamente una a la otra–. Atacó a uno de mis peones y se llevó tres gallinas.

El lugar estaba todo desecho. Para mí que este era un viejo roñoso que no limpiaba nunca. No obstante, la abertura en la pared era preocupante. No tenía forma alguna, pero medía más de dos metros y la madera se astillaba hacia dentro, señal de que una gran mole la había atravesado desde afuera con una sobrenatural envestida.

–¿Estos son los que vienen a cazar al Higor? –intervino una vieja, de esas que se reúnen en el almacén para intercambiar toda suerte de chismes.

–¿Higor? –preguntó mi primo.

–Sí, Higor, así le pusieron en el pueblo, porque anda en el pantano de los higos –explicó el viejo.

–¿Ustedes lo vieron? –indagó Freda ya dudando de su emprendida aventura.

–Escuchamos gruñidos terribles, los gritos del peón; pero cuando salimos, sólo vimos la sombra de una bestia que se alejaba hacia el pantano –respondió la vieja.

–¿Podemos ver al peón? –solicitó mi primo.

–Está en cama, muy mal. Síganme –nos indicó el dueño.

–Ustedes espérennos en el jeep –les dijo José a las chicas, pues en esa precaria cabaña ya no entraba más nadie.

Atravesando una rural granja, el viejo nos llevó hasta esa pequeña cabaña. Dentro y espantando algunas moscas, alcanzamos a ver a un maltrecho hombre, acostado en un catre con su pecho y cabeza vendadas.

–Raúl, estos son los cazadores, dígale lo que vio las otras noches –le dijo su patrón.

–Ah, sí... –reaccionó el hombre, relatándonos casi moribundo–: Sentí ruidos en el gallinero y salí con mi escopeta pensando que era un zorro. Las gallinas estaban alborotadas; pero cuando llegué, había un agujero enorme en la pared. Me asomé para ver qué era lo que estaba pasando, y ahí lo vi, al minotauro. Era enorme. Medía más de dos metros. Luego me golpeó y desperté aquí.

–¿Un minotauro? ¿Está seguro de eso? –recalcó mi primo.

–Sí, tenía dos cuernos enormes, y era tuerto –detalló el hombre, haciendo más inverosímil la historia.

–No fue el único que lo vio, muchos lo vieron rondando por el pantano de los higos. Por eso le han puesto Higor –agregó la vieja.

Durante el almuerzo bajo la sombra de una parra, aquella vieja nos apabulló con varias versiones de la misma historia, reiterando una y otra vez lo que había vivido su empleado, adornándolo con descabelladas teorías.

 

      Al caer la tarde y después de entrevistar a muchos pobladores, quienes nos habían otorgado varias interpretaciones de la criatura (hasta hubo un cura quien nos quiso hacer creer de que se trataba del mismo diablo, y hasta pretendió realizar un especie de exorcismo para que estuviésemos protegidos. Claro que José lo sacó corriendo), nos fuimos al pantano de los higos; armamos las carpas, y mientras las chicas terminaban de acomodar sus cosas, con José nos fuimos a investigar. Aunque el sol todavía no se había ocultado, aquella zona parecía de terror: Todos los chismes de los supersticiosos pobladores querían tomar vida, o en cualquier momento serían parte de la realidad. Estaba todo tan lleno de higueras, que la luz del sol difícilmente pasaba por sus espesos follajes. El suelo estaba tapizado por higos maduros y podridos, proporcionándole un color negrusco, y aunque traíamos nuestras botas puestas, daba la impresión que caminábamos sobre caca con los pies descalzos. El pantano era como un espeso riachuelo marrón con amarillo y verde... Yo tenía un miedo... cada rama que me tocaba me sobresaltaba, imaginando que la criatura iba a aparecerse en cualquier momento, pero José seguía adelante, dejándome atrás. Después de lo que les habíamos contado, lo que verificaron con los moradores de aquel pueblo olvidado y de ver el escenario de toda esa historia, llegué a pensar de que las chicas se iban a arrepentir. Pero igual montaron campamento, cosa que no nos desagradó ni molestó en nada, ya que esto sugería nocturnas incursiones. ¡Ah, sí!

–Dale Feye, apurate –me decía.

–Volvamos, va a hacerse de noche y las chicas están solas –trataba de convencerlo.

Claro, teníamos dos chicas que quisieron acampar con nosotros, y este lagarto emperrado por cazar un monstruo.

–Todavía falta, tenemos tiempo –me decía él despreocupado, apunto de hundirse hasta las rodillas en el pantano.

–¿Qué hacés lagarto? Te llegás a ahogar ahí... eso es un asco –le llamé la atención, recordándole–: Aparte tenemos que ir a comprar algo de comida antes de que cierren.

Sí, el mongui se había entusiasmado tanto con la leyenda del monstruo, que todavía no había comprado nada para morfar.

–Por acá cerca hay un lago, pescamos algo y listo –propuso él haciendo que nos internáramos aún más en el pantano, en la boca del lobo, o mejor dicho, en la boca de un cocodrilo sarnoso.

La idea era buena: Sorprender a las chicas con un par de pescados atrapados por nosotros, no estaba nada mal; pero al llegar al lago, este parecía una sopa de higos: amarillento y verdoso, rodeado por frondosas higueras.

–Acá lo único que vas a pescar es mugre –le dije cuando arrojó la caña–. Sos un lagarto, tendríamos que haber parado en la proveeduría para comprar algo. ¿Ahora qué vamos a comer, pasto?

De higos, ni hablar, ya que había tantos y por el olor que despedían los que estaban podridos, con sólo pensarlo ya me daban asco.

–Arrancá un poco y hacemos una ensalada –argumentó él bromeando. Mm... Tenía ganas de matarlo–. O si no atrapá algunos mosquitos, muchos indios los comen.

–¿¡Qué decís!? –exclamé dándole un empujón que casi lo hice caer al lago. ¡Ya me había puesto loco!

–Callate –expresó él de pronto... paralizándose con ojos fijos y postura alerta.

Oímos un sonido acuoso, como si algo o alguien se hubiese sumergido en el lago.

–¿Lo vistes? –me preguntó después.

–Yo no vi nada –expresé sacándomelo de encima, ya que me había agarrado de la ropa como una mina histérica.

–¡Mirá eso! ¡Mirá eso! –me decía señalándome las amarillas aguas.

Yo, sólo alcancé a ver algo que nadaba hacia nosotros, emerger (a lo que a mi parecer) eran las puntas de dos filosos cuernos... Luego, como una cabeza peluda, como un estropajo lanudo, o peluca mugrienta...

–¡¡Rajemos!! –grité jalándolo a mi primo del brazo.

No nos alcanzaban las patas para correr; y mientras nos habríamos paso entre las higueras y enchastrándonos con los higos podridos, oíamos fuertes gruñidos que parecían venir de todas partes.

–¡¡Pará Feye!! ¡¡Pará!! –me decía mi primo.

Ma que ‘pará’, parecía que la criatura iba atacarnos en cualquier momento.

–¿Qué pasó? –nos preguntaron las chicas cuando nos vieron aparecer.

–Vimos al Higor, al minotauro; a la criatura de los higos –les respondí jadeando, comenzando a guardar las cosas–. Tenemos que salir de aquí.

–¿Enserio? –preguntaba Freda.

–Preguntale a José, vas a ver que no son mentiras –exclamé señalándole a mi primo, que para entonces estaba cargando su escopeta y armándose con dardos tranquilizantes y municiones de caza.

–Para mí que estos nos quieren asustar... Un minotauro... El cura decía que era Satanás, y hasta hay un loco que afirmó que sería una mutación causada por unos supuestos desechos químicos que arrojaban en los pantanos –expuso Silvina con un tono burlesco–. Todo esto es una leyenda como la de Pie Grande y el monstruo del lago Nez.

–Puede ser verdad lo de la mutación –argumentó Freda.

–Nena, ¿por qué no madurás? –le dijo su amiga haciéndola callar.

–¿Quieren venir con nosotros a verlo? –les ofreció José–. Ahora vamos al pueblo para comprar algo de comida y alquilar un bote para pantanos.

Al fin mi primo había entrado en razón; pero eso de llevar a las chicas con nosotros no era nada prudente. Sin embargo, habían tocado nuestro orgullo y teníamos que darles una lección.

Antes de que se extinguiera la tarde compramos comida y le alquilamos un maltrecho bote a un viejo que se caía a pedazos. Con el jeep, avanzamos hasta donde pudimos, llegamos al supuesto lago, y no había rastros de la criatura.

–Ahí, estaba nadando por debajo del agua y se asomó. Primero salieron sus cuernos, que eran grandes como los de un toro, y después una cabeza grande y peluda –les explicaba mi primo mostrándoles el lugar de los hechos.

–¿No habrá sido un toro que cruzó nadando? –expuso Silvina.

–No tenía cara de toro, parecía un gorila. No lo pude ver bien, pero no era un toro –le aseguró José.

–¿Y era tuerto como dijo el peón? –preguntó Silvina como mofándose de nosotros.

–Pará Silvina –la regañó su amiga.

–Nena, vos no sabés nada, los porteños son todos chantas –le explicaba ella.

–Yo soy cordobés, y ahora vamos a ver si somos chantas –le dijo José con el peculiar acento provinciano mientras lo ayudaba a empujar el bote hacia el lago.

–¿Adónde vamos? –preguntó Freda intrigada, abordando y sentándose junto a su incrédula amiga.

–A buscar la guarida de esa criatura –le respondió José poniendo en marcha el bote, o intentando hacerlo arrancar, ya que esa carcacha no andaba ni para atrás ni para adelante.

–¿Ahora tenemos que remar? –preguntó Silvina, que ya se había puesto insoportable.

–Callate o te tiro al agua –le advertí, dándole un par de coscorrones al motor.

–Las manos mágicas –exclamé ante mi hazaña de hacerlo arrancar.

Cruzamos el lago; y apartando unos juncos, nos metimos en lo profundo del pantano, sorteando las altas arboledas con higueras y arbustos con higos de tuna. Por el pastoso sonido que hacía el motor, parecía que nos íbamos a quedar atascados en cualquier momento. Alerta, José estaba ansioso de usar su nueva escopeta de dardos tranquilizantes. Cuántas veces había hablado sobre ella, que se la iba a comprar para cazar algunos de esos especímenes vivos y formar un original zoológico de mutaciones y toda clase de rarezas. Y ahora, todo indicaba que lo quería concretar.

–Che, ¿por qué no volvemos? –sugirió Silvina luego de un rato en medio de un lúgubre ambiente de sonidos extraños, donde el follaje era tan espeso, que parecía de noche... Todo era como una selva pantanosa.

–Te quejabas de que la criatura era un mito, ahora aguantatela –le dije.

–Por aquí –nos indicaba José al tomar algo de una rama.

En su profesión era un experto. No sé cómo lo hacía, pero estaba siguiendo su rastro.

–¿Y eso qué es? –le preguntó Freda.

–Tomá, partes del pelaje de la criatura –le dijo José entregándoselo.

–Es violeta –expresó Freda extrañada tras examinarlo.

–A ver –solicitó Silvina sacándoselo de la mano; y al mirarlo, concluyó sin convencerse–: Puede ser un pedazo de hilo o lana jaspeada.

–Sí, ¿y qué hace un pedazo de lana en medio de un pantano? –expuse, observando el violáceo trozo de pelaje, que tenía canas marrones y verdes.

–No sé nene, a alguien se le pudo enganchar el pulóver –argumentó Silvina.

Tras varias discusiones e infantiles hipótesis, habíamos llegado a un claro. Los últimos destellos de la tarde se estaban fundiendo en un cielo de franjas rojizas y anaranjadas. Frente nuestro, había un monte que todavía estaba alumbrado por el dorado halo del sol. Repentinamente, tras rodearlo, José había detenido el bote al concentrar su vista a lo alto del mismo.

–¿Qué hacés papando moscas? Tenemos que seguir antes de que se haga de noche –intentaba hacerlo reaccionar, ya que no podía imaginarme cómo podía ser el pantano de los higos al cubrirnos la oscuridad.

–¿Ves eso? –me decía deslumbrado...

Y fue cuando me di cuenta de que el rostro de mi primo estaba alumbrado. Colocándome en su posición, pude ver un destello de algo metálico. Algo estaba refractando la anaranjada luz del sol.

–Parece ser algo metálico, y por lo que veo es grande –expuso intrigado.

–Sí, ¿qué será? –se preguntó Freda.

–Puede ser un avión caído o algo –especulaba Silvina.

–¡Vamos a investigar! –exclamé enloquecido.

Abandonando la búsqueda del monstruo, nos habíamos desviado hacia un misterioso objeto brillante en la punta de un monte. Anclamos el bote en la orilla y comenzamos a subir. Menos mal que la pendiente no era demasiado pronunciada y pudimos hacerlo a pie, ya que no trajimos equipo de alpinista; y no habíamos subido unos pocos metros, que las chicas se cansaron, quedándose abajo.

–Vamos, ¿qué clase de mochileras son? –les decía.

–No damos más, volvamos –sugería Freda.

–Se va a hacer de noche y no vamos a poder ver cuando volvamos –argumentó su amiga.

–Yo traje linternas, sol de noche. Sé por donde volver, no tengan miedo –les decía José.

–Ustedes suban, nosotras los esperamos en el bote –nos dijeron.

–Estas de mochileras no tienen nada –le decía a José mientras subíamos.

–Sí, pero están buenas –destacó él dando un vistazo.

–Esta noche la vamos a pasar bomba –argumenté enloquecido.

–Vos sos un nene todavía, de estas cosas no entendés –me decía él.

–¿Qué te pasa? Freda está conmigo. ¿No viste cómo me mira? Aparte las sorprendimos con todo esto de que somos cazadores y el monstruo de los higos –expuse a mi favor.

–Y más las vamos a sorprender cuando lo atrapemos –enfatizó José ensañado.

–Mirá esto –le señalé en un momento...

Había encontrado entre los pastos un pedazo de columna o viga de metal. Era grande y parecía pesada; pero cuando la toqué e intenté levantarla, era tan liviana como el aluminio, pero al mismo tiempo era resistente y dura; no se podía doblar ni aboyar.

–Que fierro tan liviano –expresé.

–Parece ser titanio, el material con el que construyen las naves espaciales –teorizó José–. Fijate que no está oxidado ni corroído. Sus puntas están como derretidas. Vamos, sigamos subiendo.

Aquello se ponía más y más interesante a cada paso. A medida que íbamos escalando, encontrábamos más cantidad de titanio: bloques grandes como una puerta, pero que se podían levantar muy fácilmente. Y ahí estaba, poco antes de llegar a la cima, en el interior de lo que podía ser un cráter. Era grande, rectangular, parecía ser un enorme vagón de carga. Pero ¿qué hacía algo así en la punta de un monte, y en medio de un pantano ubicado en un pueblucho que no conocía nadie?

–¡¡¡Suban!!! ¡¡¡Encontramos una nave espacial!!! ¡¡¡Suban!!! –nos cansamos de gritarles a las chicas haciendo retumbar nuestra voz por todo el pantano; pero, o estaban sordas o no querían respondernos.

Ma sí, bajamos a explorar, resbalando sobre unas aparentemente inestables paredes de tierra, que más bien parecía carbón, un carbón petrificado que la hacía dura y consistente. Era como plateada y estaba prácticamente destruida. Labrada toda en rededor, parecía ser parte de algo enorme con una extraña inscripción en uno de los costados.

Entramos, y todo era como una chatarra vieja: Metales retorcidos, restos de vidrio que eran como acrílicos rotos. Pero nada parecía carcomido ni oxidado; todo se conservaba de un opaco tono plateado, con restos como derretidos y ya solidificados en ese extraño material que estaba entre el caucho y el acero.

–Esto parece ser una computadora. No se parece nada a un avión caído –dedujo mi primo al encontrar una especie de tablero con teclas derretidas.

–¿Es una nave espacial? –pregunté.

–Parece ser que sí –confirmó José colocándonos frente a una especie de cuarto o ventana, cuyos restos de acrílicos o vidrios, aún se hallaban encastrados en su metálico marco–. Y esto parece ser una jaula, lo suficientemente grande como para guardar a un animal. Una nave carguera quizás.

–¡Entonces el monstruo es un extraterrestre! –exclamé enloquecido.

–No lo sé, pero yo a esa cosa la voy a capturar viva –se resolvió José.

Después encontramos restos de higos y comida, deduciendo que ahí era la guarida del monstruo. Por supuesto que cuando descendimos las chicas no nos creyeron, pero yo le di un garrotazo a cada una con un pedazo de titanio que habíamos traído como prueba.

El regreso fue silencioso. A la luz de cuatro soles de noche que habíamos colocado para guiarnos en las cuatro esquinas del bote, nadie decía nada, yo no sabía qué pensar. Sin embargo, a pesar de lo extraño que se había tornado todo aquello, José permanecía al asecho, como siempre lo había hecho; pero esta vez no se trataba de una abominación de la naturaleza.

Cuando llegamos al campamento, todo había sido destruido: las carpas deshechas, los bolsos destrozados y toda nuestra ropa regada por el lugar.

–¡Ay, mi ropa! –exclamó la idiota de Silvina.

–¿Qué pasó? –se preguntó Freda estupefacta.

–Parece que Higor estuvo por aquí –dedujo José examinando el suelo mientras yo caminaba entre los despojos–. Miren esta huella.

Al acercarnos, nos topamos con una enorme pisada en el barro que medía más del doble de nuestro pie, tanto de largo como de ancho.

–Tiene diez dedos –palpó mi primo sorprendido; y alzando su cabeza hacia el frente, determinó–: Se dirige hacia el pueblo.

–Tenemos que avisar, hacer algo –expresó Freda.

Recogimos lo que pudimos, subimos al jeep y nos pusimos en marcha.

–Yo ya me quiero ir de este pueblo –decía Silvina mientras salíamos del pantano.

–¿No era que era una leyenda, un mito? –le decía José–. Para mí que ustedes no son mochileras.

–Empezamos hace poco, salimos de La Falda hace dos semanas. Pensamos recorrer toda la Argentina –confesó Freda.

–Si tienen tanto miedo, no tendrían porque haber salido las dos solas –argumentó José.

–No pensábamos encontrarnos con un monstruo de otro planeta, o lo que sea esa cosa –expuso Silvina.

–No tengan miedo, para eso estamos nosotros –les enfatizó José.

–¿Ustedes tienen mucha experiencia con monstruos? –nos preguntó Freda cediendo (ya las teníamos ahí).

–Todo lo que les contamos antes fue cierto. Después si quieren las llevo a mi cabaña para mostrarles los trofeos que tengo –les propuso José.

Flor de vivo mi primo; pero no lo suficiente para poner atención en el camino...

–¡¡Cuidado!! –le grité al ver un enorme bulto.

Parecía un feroz  gorila... Me lancé sobre el volante y giré hacia la izquierda, pero igual lo llevamos por delante. La criatura de los higos estaba encima del capó. Sólo pude ver una enorme cabeza negra con cuernos, un rostro horrible con un enorme ojo arriba de su hocico. Luego, aparecí tirado en el suelo, el jeep estaba de costado y el lagarto de mi primo se estaba haciendo el salvador con las chicas.

–¿Qué pasó? –pregunté aturdido, levantándome con un terrible dolor de nuca.

–¡El monstruo! ¡Era horrible! ¡Yo me quiero ir a mi casa! –exclamaba Freda en un ataque de nervios.

Por el golpe, todos los sonidos me resultaban sordos, siéndome difícil reaccionar.

–La p… madre, me quebré el brazo –exclamaba Silvina.

–Yo voy a buscar ayuda, cuidalas Feye –me mandó mi primo arrojándome una de sus escopetas.

Del miedo que tenía, Freda se había abrazado a mí, Silvina le suplicaba a José que volviera con ellas, insultándolo al alejarse. Yo también estaba asustado, pero con una chica en mis brazos. Tenía que hacerme el valiente. Así que, respiré hondo y comencé a recuperarme.

–Ahora vuelve, quedémonos cerca del jeep –les decía portando la escopeta como todo un cazador.

–Tenemos que salir de acá, tenemos que ir al pueblo –decía Freda sin separarse de mí.

A esto, comenzaron a oírse unos gruñidos que retumbaban por todo el pantano. De los nervios, Freda me mordió mientras ambas gritaban como dos locas. Los rugidos no se parecían a ningún animal conocido, eran gruesos, cavernosos y rasposos. Tenía que ser esa bestia alienígena.

–¡Che! ¿Qué hacés? –le dije sacándomela de encima–. No griten, van a atraer a la criatura.

–Viene para acá, viene para acá –decía Silvina al aumentar los alaridos.

–Parece que se está alejando –deduje al pasar unos incontables minutos, que fueron como horas.

La oscuridad se hacía cada vez más espesa; y yo, recordaba a todos los parientes de mi primo ante su tardanza. Cada sombra, cada rama que se movía... y asta el soplo de la brisa nos exaltaba.

–Encendé un sol de noche –me decía Freda temblando.

–No, la luz puede atraerlo –le explicaba.

 

      Como a las dos horas llegó el lagarto de mi primo acompañado por dos hombres. Volteamos el jeep, que por milagro seguía andando, y nos encaminamos hacia el pueblo, alejándonos al fin de ese tenebroso pantano.

–Vimos al Higor, se dirige hacia el pueblo –les comentaba mi primo.

–¿Lo vieron bien? ¿Es un minotauro? –preguntó uno de ellos.

–No lo van a creer, pero en un monte encontramos una... –iba a explicarles, cuando me ligué un coscorrón de parte de mi primo.

–No vayan a decir nada de la nave espacial –nos susurró luego en secreto.

–Entonces vamos a la radio así damos aviso a todos los pobladores –dijo uno de ellos.

–No quiero perder el rastro –alegó mi primo, decidido a cazarlo y tenerlo para él solo–. Déjenos en la cabaña, nosotros iremos a la radio en la camioneta.

–¿Nosotras podemos quedarnos en la cabaña? –pidió Silvina.

–Esto es trabajo de hombres –resaltó mi primo.

Tras dejarlos en una amplia cabaña, comenzamos a rastrear a la bestia, haciendo resaltar sus huellas en los caminos de tierra al alumbrarlas con los faros. Nos estábamos metiendo en la boca del lobo, las huellas se dirigían hacia las chacras en las afueras del pueblo; así que, una luna en cuarto menguante era la única luz a parte de nuestros soles de noche y linternas.

–Tardaste mucho en llegar, sos un lagarto. Ahora vaya a saber dónde está –le reprochaba mientras él seguía atento cada pisada.

–¿Qué querés? Si todos estaban c… en las patas y nadie quería acompañarme –argumentó, comentando al sintonizar su desarmada radio–: Haber que dicen estos.

–Aquí FM Higos dando una noticia de último momento. A todos los pobladores de Los Higos y paisanos aledaños, se les informan que entren y permanezcan en el interior de sus casas, cierren y atranquen puertas y ventanas. Hay una salvaje bestia suelta –alertaba un locutor.

–Con radio y todo –decía José mientras la voz del locutor se perdía en medio de la estática.

–Hay unos cazadores –se entendía en medio de la interferencia.

–Sintonizá, sintonizá que están hablando de nosotros –le decía yo dándole de garrotazos a la radio.

–Pará, mirá eso –exclamó mi primo deteniendo de pronto el jeep frente a una convulsionada cabaña.

El lugar estaba rodeado de campesinos: viejas chusmas, gente papando moscas y chicos correteando; y al ver una cerca rota, nos dimos cuenta que por ahí había pasado Higor.

–Rompió todo el galpón. Mi cosecha de tomates quedó toda destruida –se quejaba una mujer.

“¿Qué tanto protestar? Tenía que agradecer que aún continuaba con vida”, pensaba yo.

–Parece que a Higor no le gustaron los tomates –comentó José al ver un galpón destrozado con todos los frutos regados y aplastados.

–¿Ustedes son los cazadores de Villa Carlos Paz? –nos preguntó de pronto una vieja–. ¿Por qué no hacen algo y matan a ese monstruo?

“Pero, volvé al sarcófago vieja atorranta”, tenía ganas de decirle.

–Entre a su casa y cierre la puerta –la mandó en cambio mi primo.

Había estado ahí hace unos pocos minutos, así que andaba cerca y, ante unas frescas huellas, decidimos rastrearlo a pie.

Seguimos sus pisadas hasta el pueblo, donde sus calles estaban desiertas; sus casas herméticamente cerradas con postigos y sus luces apagadas. Parecía un lugar fantasma, ya que los postes de alumbrado eran antiguos y de pobre iluminación. Qué pueblo más rasca.

–¿¡Qué hacés afuera carajo!? –hicimos pegar un salto a un pibe que andaba por la calle–. ¡Camine para su casa! –lo mandamos, cuando comenzamos a escuchar unos gritos.

–Viene de allá –señaló mi primo.

Recargamos las escopetas con los dardos tranquilizantes y salimos al asecho. Agachados, corrimos hasta la casa; y ocultos tras un árbol, vimos su puerta derribada y todo destrozado en su interior.

–No dispares hasta verlo bien –me indicaba José.

Corrimos hasta la puerta, y uno apostado a cada lado, entramos a la par... El lugar estaba vacío, pero los gritos continuaban. En el comedor había una heladera volcada con su parrilla sacando chispas. Los gritos provenían de una habitación cerrada; y al tumbar su puerta, encontramos a un abuelo abrazando a su nietita, con los padres de esta asustados sobre la cama.

–¿Qué pasa acá? –inquirió José con voz de mando.

–Fuimos atacados por el Higor –enfatizaba el anciano–. Le estaba contando un cuento a mi nietita y entró por la puerta.

La pareja temblaba sobre la cama, la niña no salía de los brazos de su abuelo, quien parecía mantenerse sin miedo.

–Parece que ya se fue –deduje al encontrar un agujero en la pared de la cocina.

–Comenzó a romper todo, volcó la heladera y se agarró un pollo –dramatizaba el viejo firme en su postura.

Con arma en mano, nos habíamos repartido por toda la casa.

–¡Dios mío! ¡Mi mamá! –escuchamos de pronto un grito.

Adelantándose, mi primo entró al living.

–Quedate afuera –me dijo bloqueándome el acceso con su brazo.

Había un peculiar olor en aquel lugar, junto con un sepulcral silencio; pero tuve que montar guardia afuera y no pude ver nada.

–¿Qué pasó? –le pregunté cuando salimos de la casa.

–La vieja parece que quiso agarrarlo a escobazos, y la destrozó con sus garras –me comentó siguiendo el rastro hacia las afueras del pueblo.

Estábamos solos, sombríos nubarrones ocultaron a la luna y volvíamos a exponernos a la oscuridad.

–¿Qué pasa? –le pregunté a José al detenerse de pronto.

–Volvió al pantano. Mañana a la mañana iremos por él. Ya conocemos su guarida –resolvió al detenernos frente a una espesa maleza. Podía olerse el putrefacto hedor a higo desde allí.

–¿Y si llega a volver? Cácenlo antes de que mate a alguien más –exclamó Silvina cuando llegamos a la cabaña.

–No va a volver. Sólo quería alimento –argumentó mi primo acomodándose en un destruido sillón.

–Se está formando una cuadrilla para acompañarlos –nos dijo uno de los hombres del pueblo.

–Nosotros queremos cazarlo vivo, es un ejemplar único –les dijo José a aquel hombre armado.

–Ya mató a una persona e hirió a tres. Mutante o minotauro, lo cazaremos antes de que mate a alguien más –expuso aquel hombre con duro semblante.

–Él no pertenece a este ambiente, me será muy fácil atraparlo con vida –insistió José.

–Con nuestra ayuda tendremos más posibilidades de matarlo –persistió otro.

Afuera, ya se había reunido una multitud de cazadores armados, dispuestos a darle muerte a todo lo que se moviera. Podían oírse sus voces, pisadas, planes, exclamaciones y el traqueteo del cargador de alguna escopeta. Ya nada los detendría.

–Ustedes no entienden a qué se enfrentan –les decía mi primo, pero ellos estaban cegados en darle muerte; y para colmos, afuera se había sumado el cura para bendecir sus armas. Aquello ya se había convertido en un circo; y quisiera o no, mi primo iba a tener compañía.

 

      Al rayar el alba, José ya se había reunido con el grupo y, tomando cartas en el asunto, se las arregló para dirigirlos.

–Van a descubrir todo –le decía yo mientras nos internábamos en el pantano de los higos.

–No –expresó mi primo mientras examinaba un mapa de la zona; y deteniendo el jeep, les explicó–: Aquí lo vimos por primera vez. Lo mejor será que nos repartamos en grupos de pares para rodear toda esta área. Nosotros cruzaremos el lago y nos reencontraremos aquí.

Qué astuto. Aunque les había señalado el lugar donde lo habíamos visto la primera vez, los envió a todos en diferentes direcciones colocando el lugar de encuentro en un sitio totalmente opuesto al de la nave.

Navegamos por los alrededores del lago; y cuando perdimos de vista al último de los cazadores, nos metimos entre los juncos, volviéndonos a internar en las profundidades del pantano.

–¿Qué hacés? –le dije a José dándole un coscorrón por apagar el motor del bote con todo lo que me costó ponerlo en marcha.

–La criatura puede estar por aquí cerca, tenemos que hacer el menor ruido posible.

–Sos un lagarto, ahora para poder volver hacer andar esto... –le reproché furioso.

–Callate y empujá –me dijo valiéndose de una gruesa rama para impulsarnos.

No sé cuánto estuvimos allí, pero por la culpa del lagarto de mi primo nos tomó horas llegar hasta el claro, empujando el bote en todo ese amarillento lodazal que parecía caca líquida, y olía como tal; apartando los juncos y entremetiéndonos por las higueras.

–Sos un lagarto José, ya podríamos estar de regreso al pueblo sino hubieses apagado el motor –le decía al terminar de almorzar sin ningún fruto, después de horas de estar navegando en toda esa podredumbre.

–Parece que la criatura todavía no salió de su guarida. Debe ser un animal nocturno –especulaba este mientras recorría todo el lugar con su largavista.

–¿Cuánto tiempo nos va a tomar llegar así al monte? –le pregunté.

–No lo sé, pero yo voy a descansar un poco. Despertame dentro de una hora. Después te toca a voz.

–¿Qué? –le pregunté; y cuando me quise acordar, ya estaba acostado sobre el bote y durmiendo lo más pancho.

Estaba cansado, esa noche casi no había dormido, y ni bien transcurrió la hora lo zamarreé para despertarlo. Al verlo bostezar, le di la escopeta y me puse a dormir yo. Después no sé qué pasó; pero mientras me hallaba en el quinto sueño, sentí algo que se sacudía; abrí los ojos y la iluminación había cambiado bastante. Se suponía que sólo íbamos a descansar dos horas; pero al ver mi reloj, eran pasadas las seis de la tarde. El bote se había desviado hacia una horilla y José estaba roncando lo más campante con la escopeta apoyada en el pecho.

–¡José! ¡Despertate! ¡Te quedaste dormido! ¡Son las seis de la tarde! –le grité zamarreándolo.

–¿Eh, qué? –reaccionó rascándose la cabeza–. ¿Qué pasó? No me despertaste.

–Sí que te desperté lagarto. Se suponía que tenías que vigilar vos y despertarme a mí –exclamé enfadado.

Es un mongui... De seguro, después que le di la escopeta, siguió durmiendo como un tronco. Luego, me hizo empujar el bote a las apuradas hasta el monte, para llegar a la nave espacial antes de que oscureciera. Y encima me echaba la culpa a mí. ¡Tenía ganas de matarlo!

Llegamos al monte cuando el sol se había ocultado, lo anclamos; y con escopeta en mano, comenzamos a subir ocultándonos entre la maleza. No llegábamos más, y la noche nos estaba alcanzando. Escabullidos entre los matorrales, encañonamos nuestras armas hacia la nave.

–Está ahí dentro –me aseguraba José al oír unos sonidos–. Dividámonos: Yo voy a entrar por atrás, vos mientras tanto cubrime; y cuando yo llegue, vos entrás por adelante. Así entramos los dos a la vez.

Yo tenía un miedo; pero antes de que pudiera decirle algo, José ya se había escurrido entre los yuyos, empezando a rodear el cráter. La mira de la escopeta temblaba mientras veía como la maleza se iba moviendo alrededor del poso.

Del otro lado, José agitó su mano, era la señal... Agachado, me lancé en bajada hacia el interior del cráter, usando una de las metálicas partes de la nave cual culopatín, una chata como una placa para poder resbalar por las petrificadas paredes de carbón. Por un momento me llené de entusiasmo al revivir mis hazañas cuando nos lanzábamos con mis amigos desde la montaña de piedras de la cantábrica, usando unos cajones de bananas como deslizadores. Era una gran montaña de unos 25 ó 30 metros, hecha con esos cantos rodados que se usan para las vías, de la cual bajaba vertiginosamente, experimentando toda esa velocidad al aire libre. Pero ahora iba directo hacia el horror. Y sí, al entrar todo fue una confusión: Gruñidos ensordecedores, disparos, golpes...

–¡José! ¿Qué pasó? –grité en un momento dado.

La lucha parecía haberse trasladado afuera.

–¡Vení Feye! ¡Ayudame! –escuché el clamor de mi primo.

Salí, y la criatura, tan grande y portentosa como un gorila, estaba sobre él. Apuntando, disparé uno de esos dardos tranquilizantes sobre su lomo. Adolorida, la criatura se apartó de él, perdiéndose por encima del cráter, saltándolo como un mono desbocado.

Mi primo estaba bien; disparó hacia él, pero los cuernos de la bestia habían desaparecido tras el carbonizado terraplén.

–¿Qué me diste José? ¡Esos dardos no sirven para nada! –le reclamé molesto.

–El efecto puede ser que tarde. Vamos –me dijo subiendo sin siquiera detenerse para observar su ensangrentado brazo.

Lo conocía muy bien. Cuando mi primo se enceguecía con algo, nada lo paraba; y al llegar arriba, realizó otro disparo.

–¡Le di! Vamos, lo tenemos –exclamó victorioso.

Tenía razón, después seguimos su paso lento por en rededor del monte. Era enorme, medía más de dos metros, cubierto por un largo pelaje violáceo y tenía dos grandes cuernos marrones como los de un toro. Parecía que en cualquier momento iban a ser efecto los tranquilizantes. Le disparamos un tercer dardo, gruñó, pero la bestia siguió su paso. Era como una especie de animal de otro planeta, porque nunca habíamos visto nada parecido; y en un momento dado se detuvo, dio la vuelta, y nos miró con su único ojo, que fosforecía como el de un gato en medio de la noche. Su hocico era achatado con nariz grande y violeta, y una gran boca con la quijada de un león. Nos miró, y agachando la cabeza, comenzó a tomar carrera como un toro: rascando el suelo con una de sus grandes patas de diez dedos...

Allí, descargamos todos los dardos que teníamos... el monstruo retrocedió; y de pronto, desapareció...

–¿Dónde está? –pregunté ya enloquecido, con afán de cazarlo.

–¡Esperá! –me retuvo José tomándome del hombro.

Y allí estaba, un profundo precipicio que daba al espeso pantano. No había rastros del monstruo. Se había despeñado y caído entre los árboles.

–¡Se mató –protestaba mi primo clavando la escopeta en el suelo de la bronca.

–Pero ¿de qué te quejás? Casi más nos mata –le dije con ganas de darle un garrotazo.

–Vamos por él –expresó desesperado, emprendiendo el descenso a las zancadas, sin dar atención a su brazo que ya había teñido de oscuro la manga de su camisa de jean.

–¡Esperá! ¡Descansemos un poco! –le sugería yo.

Pero el loco no se detenía. Estaba ensañado por capturarlo vivo. Y no íbamos por la mitad, cuando de pronto oímos a lo lejos:

–¿Están bien?

Habíamos sido rodeados por el resplandor de varias luces; y al bajar la vista, vimos a los cazadores a bordo de un bote, alumbrándonos con varias linternas. José se agarraba la cabeza. ¡Se quería matar!

–¿Qué hacen acá? –inquirió furioso cuando descendimos.

Nos habían arruinado los planes, y ni el abrazo de las chicas nos quitaba la bronca que teníamos encima.

–Como no regresaban nos preocupamos y les dijimos que podrían estar aquí –me explicó Freda.

–¿Les dijiste de la nave? ¡Te mato! –expresé amagándole un coscorrón.

–No, de eso no les dijimos nada –me aseguró ella.

–Ah, menos mal –expresé dejándome abrazar. Y, había que aprovechar….

Después José les explicó que la criatura se había despeñado, por supuesto que señaló en dirección contraria para que los cazadores no la encontraran, así mañana regresaríamos nosotros para que José se la llevara y luego la embalsamara con toda su colección de bichos raros, porque era lógico que al caer de esa altura, hubiese muerto.

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