viernes, 5 de enero de 2024

La Amiga Invisible


 


 

          Durante nuestro mes en la colonia nos enteramos de un suceso muy particular, en el cual no estuvimos involucrados ni María ni yo; pero se trataba de un compañero de grupo de Jacinto. Su nombre era Claudio; sólo lo vimos una vez mientras estábamos esperando los micros para regresar a casa, saludándolo a Jacinto. Era un chico alto, delgado; y según recuerdo, tenía el cabello rubio y enrulado; y por lo que deduje en base a futuros informes, Claudio era un chico soñador que deseaba, como cualquier adolescente de 12 años, tener novia o que una chica hermosa se enamorara apasionadamente de él; pero quizás él, lo a­nhelaba más que cualquier otro, ya que sufría de anemia y su débil estado le quitaba autoestima, aislándolo de los demás, pues no practicaba completamente ningún deporte. Se fatigaba fácilmente, teniendo que abandonar los eventos a la mitad, y la mayoría de las veces ni siquiera empezaba. Su único refugio era el mundo de las fantasías. Por eso quizás deseaba tanto una compañera, como María y yo.

Una mañana como todas, su madre lo despertó como siempre. Quizás interrumpiéndole uno de sus melosos sueños.

–Vamos Claudio, despertate que se te va a hacer tarde…

–Tengo sueño –protestó Claudio revoleando la almohada.

–Levantate. Hace una semana que empezaste la colonia y ya comenzamos a remolonear –argumentó su madre–. Vamos que ya está el desayuno servido.

“Otra vez a la colonia”, pensaba Claudio mientras se vestía no muy contento, pues allí tampoco se integraba, como le ocurría en el colegio y demás lugares.

Recuerdo que los padres de Claudio eran de edad avanzada. Su madre, una mujer petisita, morocha y de cara demacrada, que tenía la edad de mi abuela materna; y su padre, era un hombre alto y medio pelado. Él, sentado a la mesa tras lavarse la cara, tomaba su desayuno con lentitud, algo mufoso de haber sido despertado de su placentero sueño.

–Este chico. Comé que estás muy flaco –exclamaba la madre regañándolo, yendo de un lado al otro con un andar cómico a causa de su reuma para terminar de servir la mesa.

–Debe estar inapetente –dedujo el padre despegando sus ojos del diario; y palmeándolo, añadió en calidad de broma–: Me parece que ya conseguiste novia en la colonia.

–No… Qué voy a conseguir –contestó Claudio con fastidio.

–Dejalo Pepe, todavía es un chico –intervino su esposa.

–Sí… dentro de 20 años va a ser una bestia llena de pe­los y vas a seguir diciendo lo mismo: “Es un chico”. Ya es todo un hombre –expresó su padre rodeándolo con el brazo.

–Vamos “Romeo”, terminá tu leche que se te va a ir el micro –agregó su madre bromeando.

Igual que nosotros, Claudio tomó su bolso gris; y de seguro su padre, lo alcanzó con el auto hasta la parada del micro.

Solo, sentado en uno de los reclinables asientos viajaba, quizás, imaginándose a una hermosa chica junto a él, abrazados y conversando amigablemente; hasta que su diurno sueño fue interrumpido por la voz de un chiquito, exclamando:

–¡Bien! ¡Llegamos a la colonia!

Ya reunido con su grupo, sentados en círculo sobre el fresco pasto junto a sus profesores: Griselda, una rubia que estaba re fuerte, según Jacinto; y Raúl, un hombre de barba.

–Hoy vamos a jugar al amigo invisible –anunció la profesora al integrarse dos grupos más–. ¿Todos ya saben cómo se juega?

Armándose el acostumbrado bullicio, algunos gritaban que sí, pero otros pocos, que no. Y alzando la voz, la profesora agregó al respecto:

–bueno, voy a explicar para los que no saben y para los que no se acuerdan…: Cada uno tiene que poner su nombre en los papelitos que Raúl va a repartirles. Luego los vamos a meter dentro de esta bolsa; y yo los voy a mezclar. Después, cada uno va a agarrar un papelito; y al que le toque, tiene que mandarle cartas anónimas. El otro no tiene que saber quién es. En la carta pueden mandarle regalitos. Pueden usar a alguien como mensajeros; y a fin de este mes, veremos si alguno pudo descubrir a su amigo invisible.

Luego de efectuarse todas las indicaciones de la profesora, cada uno retiró su papelito: y a Claudio le tocó uno que decía: “Jacinto Airama”, el hermano de mi novia.

Transcurrido el mediodía, mientras hacían la digestión luego del sabroso almuerzo que servían en el fresco comedor, Claudio se ocupó en comenzar a escribirle su carta a Jacinto, cuando se le apareció uno de sus compañeros…

–Che Claudio, te llegó una carta –le anunció entregándole un papel prolijamente doblado–. Te la manda una chica –recalcó, serio, irrefutable.

Al oír la palabra “chica”, Claudio tomó la carta y se alejó a la sombra de un árbol, y sentándose contra un tronco caído, comenzó a leerla intrigado. La carta decía así:

Claudio, no sabía cómo empezar esta carta. Cuando agarré mi papel me había tocado otro chico, pero yo quería escribirte a voz y por suerte pude encontrar al que le había tocado tu papel y se lo cambié, porque quería de­cirte que vos me gustás mucho; y como no me animaba, espe­ré a que jugáramos al amigo invisible para escribírtelo, para decirte lo tanto que te quiero y lo lindo que sos. Vos no sabés quién soy; pero yo te conozco: Me parecés un chico muy bueno y no maleducado como los demás. Siempre te estoy mirando y me enamoré de vos desde el primer día en que te vi.

Bueno, espero que pienses mucho en mí y que me imagines linda. Besos…

Tu amiga invisible.

Claudio permaneció en suspenso sobre aquel papel delicadamente escrito con firuleteada letra de mujer, flores y corazonci­tos dibujados por toda la hoja. Lo que siempre había deseado estaba ahí, congelado en una simple hoja, y podía ser posible. Aunque se había manifestado de una forma imprevista, y de seguro, ya se la estaba imaginando: apartándose del grupo y acercándosele para confesarle que ella era su tan esperada novia. Hermosa, de seguro, como mi novia, o quizás rubia. Y durante esa tarde Claudio se la pasó mirando a todas las chicas de su grupo, preguntándose cuál era la que escribió aquella anónima carta que lo había impactado tanto. Después le escribió a Jacinto, su amigo invisible, contándole todo, usándose a él mismo como mensajero.

 

          Al día siguiente, Claudio se hallaba en el vestidor preparándose junto con su grupo para meterse a la pileta. Se veía más animado al contemplar que sus fantasías románticas ya iban a dejar de ser sólo sueños. En ese momento, estaba guardando su bolso en los azules casilleros de chapa, cuando lo sorprendió el misterioso mensajero, que le dijo, entregándole su segunda carta:

–Tomá, te llegó otra.

Claudio la miró sorprendido; y cuando volteó para preguntarle algo, el mensajero había desaparecido como una alucinación. Sentándose sobre una de las banquetas rojas, la abrió, leyéndola ansioso:

Hola Claudio, espero que hayas imaginado cosas lindas sobre mí. En la noche no pude dormir pensando en cómo te tomarías lo que te escribí. También me imaginé a nosotros dos juntos cuando me conozcas: Me imaginaba que me decías al oído lo tanto que me querías, acariciándome con tus manos.

¡Te quiero! Y espero que pronto termine este mes para que me conozcas. Te quiere mucho:

Tu amiga invisible.

Cuando acabó de leerla, se quedó mirando el techo, olfateando el perfume que había quedado impreso en el papel y observando los coloridos dibujitos que le había hecho su anónima enamorada.

–¡Che Claudio! Ya están todos en la pileta. ¡Vamos! –excla­mó Jacinto trayéndolo a la realidad…

Y tomando su toalla, salió del vestuario caminando por el sector de piletas, observando con temor a todas las chicas, imaginándose que su amiga invisible en cualquier momento salía del agua para darse a conocer.

Días más tarde, Claudio se encontraba sentado en su cama, abriendo un llamativo paquete que su mensajero le había entregado antes de subir al Micro. Al desenvolverlo, descubrió un suculento paquete de chicles junto con una fresca rosa y la acostumbrada carta; que brevemente decía:

Espero que te gusten los chicles que te mandé. Yo es­toy muy contenta porque cada día falta menos para que me conozcas. No puedo dejar de pensar en vos en ningún momento y espero mañana verte en la colonia.

Muchos besos: Tu amiga invisible.

Masticando uno de los sabrosos chicles de frutilla, Claudio se recostó sobre la cama viendo con detenimiento la decorada carta. Suspiró y la oprimió sobre su pecho, imaginándose a esa chica, supuestamente dulce y hermosa, que ya, muy pronto iba a poder tomarla de la mano como yo lo hacía con María, y hasta besarla. Aquellas bellas perspectivas podían emocionar a cualquiera, y más a él, que ya no estaría tan solo.

 

     Un día más en la colonia, el grupo de Jacinto se encontraba muy bullicioso, comentando sobre los regalos que habían recibido de sus amigos invisibles. Para entonces, Jacinto ya sabía que se trataba de Claudio; pero se hacía el tonto. Mientras Claudio, navegaba por las nubes.

–Bueno chicos, bueno… Ya falta menos de 15 días para que demos por terminado el juego del amigo invisible. Ahora queríamos explicarles que ustedes también pueden mandarle una carta a su amigo invisible si quieren –comentó la profesora.

–¿Cómo? –preguntó Claudio interesado.

–Dándosela al mensajero que siempre les entrega las cartas –respondió la profesora.

Aquello había inspirado una idea en la mente de Claudio: Conocer a su amiga invisible por anticipado; y poniendo manos a la obra, tomó lapicera y papel, comenzando a escribirle la siguiente carta:

Amiga invisible: Te escribo para decirte que tus cartas me parecieron muy hermosas; y cuando recibí la primera, no dejé de imaginarte cómo eras. Te imaginé morocha, rubia; pero siempre hermosa. Y hasta soñé con vos, que te besaba y vos me abrazabas.

Espero que nos conozcamos mejor, y no importa sino sos tan linda como te imagino. Yo te voy a querer igual. Contestame hoy: Claudio.

Dobló el papel; y poniendo en marcha la segunda fase de su plan, fue hasta donde se encontraba su mensajero, entregándosela.

–Tomá, dásela a mi amiga invisible, y apurate que quiero           que me conteste hoy.

Alejándose, Claudio se mezcló entre sus compañeros mientras su mensajero se ponía de pie; y ocultándose tras los árboles, Claudio comenzó a seguirlo cuidadosamente. El amigo invisi­ble se había jugado entre tres grupos de la misma edad. Así que, el mensajero se apartó del gru­po, dirigiéndose al sector de piletas. El corazón le palpitaba y sus fuerzas parecían querer abandonarlo. Pero siguió adelante. Pudo perseguirlo hasta cierta distancia ya que esa parte de la colonia estaba descampada. Sin embargo, pudo ver desde lejos como se acercó a uno de los dos grupos que participaban con ellos en el juego.

De pronto, ve levantarse a una de las chicas, distinguiendo que era morocha de cabellos largos y que vestía remera roja y pantalón vaquero azul. Su cara no la podía ver, ya que se encontraba muy lejos. Pero, sin duda, era ella al recibir la carta de manos del mensajero; y tomándola, salió corriendo, de segu­ro para leerla en privado.

Algo desilusionado por no poder verle la cara, Claudio re­gresó con su grupo; pero sí muy esperanzado, porque la chica era aparentemente hermosa y gustaba de él.

Inspirado por lo que había visto, esa misma tarde volvió a escribirle a Jacinto, relatándole todo los detalles como lo venía haciendo diariamente. Cuando fue interrumpido por el mensajero, que arrojándole un papel entre las piernas, le di­jo:

–Ya te contestó. Tomá.

–¡Qué bueno! Tomá, vos dale esta a Jacinto –le dijo entusiasmado.

Y ansioso por ver lo que le había contestado, la leyó ahí mismo, sin darse cuenta que Jacinto lo espiaba tras unas ligustrinas.

Claudio: Me gustó mucho tu carta y me puse muy contenta al saber que me querés y sin conocerme. Pero no te preocupés, los chicos de mi grupo dicen que soy muy linda. Menos mal que sólo falta menos de dos semanas para que me conozcas; así podemos realizar juntos ese sueño tan lindo que me contaste. Podemos ir al cine y a pasear.

¡Te amo Claudio! Tu amiga invisible.

Aquellas dos últimas palabras, lo descolocaron, haci­endo que besara el papel. Suspiró y lo oprimió contra su pecho.

 

Durante todo ese mes, Claudio siguió recibiendo día tras día cartas de su amada amiga invisible. Cada mañana se levantaba contento y no deseaba faltar ni un solo día a la colonia. Hasta que llegó el gran momento, y Claudio se levantó más emocionado que nunca.

–Me parece que ya hemos conseguido novia –dedujo su padre al notarlo tan alegre.

–Sí –le confirmó Claudio sobre seguro.

–¿Es linda? Contame –le preguntó su madre chocha, ansiosa de oír los detalles.

–Es morocha. Es… –respondió Claudio dispuesto a relatarles los detalles, cuando el sonido del timbre lo interrumpió.

Era un amigo del trabajo del padre, que venía a buscarlo para que lo llevara en el auto. A esto, Claudio terminó su desayuno y se fue con ellos para ser alcanzado hasta la parada de los micros.

–El campeón ya tiene novia en la colonia –comentaba el padre orgulloso, acariciando la enrulada cabellera de su hijo.

–Que bien… ¿Y es linda che? –preguntó el amigo de su padre.

–Sí –respondió Claudio sin darle más detalles.

–Haber, ¿quién es la amiga invisible de Claudio? –preguntaba la atractiva profesora de su grupo.

Y hubo un silencio, mientras todo se reunían en suspenso: Los ojos de Claudio no se despegaban de las chicas de ca­bello negro.

–¡Yo! –exclamó una inesperada voz proveniente de su espalda.

Al voltear, se topó con una hermosa chica morocha, de remera roja y pantalón vaquero azul que, al verse, se abrazaron, besándose tiernamente, mientras todos alrededor aplaudían. Y un sobresalto, sacudió a Claudio de su asiento, despertándolo de su hermosa fantasía mientras el micro arribaba en la colonia.

Ni bien se reunió con su grupo, su mensajero le entregó la última carta de su anónima enamorada; y suspirando, Claudio aspiró cada una de sus breves palabras.

Claudio: Hoy estoy más emocionada que nunca; porque me vas a conocer, y anoche no pude dormir pensando en este momento.

Tengo ganas de darte un gran beso.

Te ama: Tu amiga in­visible.

Su ritmo cardíaco lo fortaleció mientras se reunían los tres grupos para averiguar quién era el amigo invisible de cada uno. Las perspectivas de Claudio aumentaban en cada morocha de cabello largo que veía, y todas eran chicas muy lindas. Podía ser cualquiera… .

“¿Será esa?”, se preguntaría Claudio al fijar sus ojos en cada una de esas chicas.

–¡Bueno chicos! ¡Silencio que ahora vamos a ver quién es el amigo invisible de cada uno! –anunció la profesora Griselda–. Ahora voy a pasar lista y me tienen que decir si sospechan de alguien; o si no, el otro tiene que darse a descubrir… ¡Airama Jacinto!

–Soy yo –contestó el hermano de mi novia–. Es Claudio.

–¿Cómo lo supiste? –le preguntó este saludándolo.

–Te vi leyendo una de las cartas de tu amiga invisible –le respondió Jacinto sentándose a su lado.

–¿Sabés quién es mi amiga invisible? –le preguntó Claudio impaciente.

–No; pero de seguro está buena. Todas las chicas morochas que hay aquí están re fuertes –comentó Jacinto; y palmeándolo, le deseó–: Suerte macho.

–¡García Claudio! –anunció la profesora luego de una larga lista de chicos y chicas–. ¿Sabés quién es tu amigo invisible, Claudio?

–No… Solamente sé que es una chica morocha –respondió ilusionado.

–Haber… ¿Quién es la amiga invisible de Claudio? –preguntó la profesora levantando la vista y mirando hacia la ronda de chicos y chicas que se extendía grande a su alrededor.

El esperado momento había llegado: el corazón de Claudio palpi­taba, provocándole un nudo en la garganta…

Silencio… La profesora volvió a preguntar…

“¿Habrá faltado?”, llegó a plantearse Claudio, expectante, sin dejar de mirar los rostros de las chicas morochas, serias, hablando entre ellas, sin presentar el menor síntoma. Cuando inesperadamente…

–Soy yo… –se escuchó una voz decir, paralizando de pronto, todos los sentidos de Claudio.

–Claudio, no es ninguna morocha –expresó la profesora sonriéndose–. Es el profesor Raúl…

Y al darse vuelta, allí estaba el barbudo profesor que, con una sonrisa, lo saludó bromeando. Claudio no lo podía creer. Se quedó mudo, mientras todo continuaba normalmente, como si nada. Nadie percibía sus sentimientos. Sus ojos no se despegaban de él; y su mirada, se transfiguró en odio… Luego, al notar sus ilusiones quebradas e irrecuperables, su rostro se le endureció, deseando llorar amargamente.

Por su mente, pudieron pasar un sin número de cosas. En su lu­gar, yo hubiera deseado que un gran terremoto con la tierra abriéndose bajo sus pies, se lo tragara en un desesperante abismo; o que un rayo proveniente de la ira Divina, lo fulminara por su insensible broma. O él, convirtiéndose en un colosal gigante, para aplastar al profesor como a un misera­ble insecto.

El día de colonia había terminado, y el asunto pasó desapercibido ante los ojos de todos, incluso, ni Jacinto reparó en el tema.

Al llegar a su casa con el corazón roto y completamente apesadumbrado, se desplomó sobre su cama llorando amargamente al abrazar su hundida almohada: Cómplice de tantos sueños y fantasías románticas. Fantasías que estuvieron tan cer­ca de concretarse…

–¡Claudio! ¡A comer! –escuchó la voz de su madre; pero la tristeza lo tenía tan asido, que le impedía contestar.

–Dejalo petisa, de seguro debe estar durmiendo o pensando en su novia –argumentó su padre.

¿Cómo iba a poder explicarles aquello a sus padres? Si su angustia lo tenía aprisionado con todas sus perspectivas hechas añicos.

 

Al otro día, aproximadamente el sábado a las once de la mañana, preocupada porque su hijo no se levantaba, su madre fue a ver qué le ocurría; y al entrar en su habitación, lo halló vestido, recostado sobre la cama.

–¡Claudio!… –le dijo asustada; y al tocar su frente, exclamó sobresaltada–: ¡¡Pepe!! ¡¡Este chico está volando en fiebre!!

–A ver –examinó su esposo al acercarse; y palpando su frente, confirmó exaltado–: ¡Está hirviendo!… ¡Hay que llevarlo al hospital!

Rápidamente, su  padre lo cargó entre sus bra­zos; mientras su madre, iba por delante abriéndole paso hasta llegar al auto. Recostándolo sobre los asientos de atrás, salieron hacia el hospital de clínicas. A causa de la enfermedad de Claudio, aquello era una situación alarmante, pues lo hacía más vulnerable al no tener muchas defensas en su cuerpo.

Al llegar a la guardia del hospital, en medio de un aterrador cuadro, Claudio fue cargado en una camilla mientras su entero cuerpo se convulsionaba en violentos temblores, delirios y sudor, llevado hasta la sala de emergencias donde las puertas se cerraron… .

–Todo va a estar bien –les dijo una enfermera–. Esperen aquí.

Los minutos transcurrían interminables y la impaciencia los carcomía. Su padre, extrañado, caminaba de un lado a otro; y su madre, sentada, completamente angustiada. Al rato, apareció uno de los médicos: de rostro transpirado, ojos cansados y labios secos…

–¿Cómo está mi hijo? –reaccionó la madre.

Y al juntarlos a los dos, este les colocó las manos sobre sus hombros.

–Hicimos todo lo posible –introdujo.

–¿Qué le pasó a mi hijo? ¿¡Qué le pasó!? –exclamó la madre desesperada mientras su esposo se ponía tieso.

–Tuvo un paro cardíaco… Intentamos resucitarlo… Pero estaba muy débil… –argumentó el médico, balbuceando, sin poder encontrar las palabras adecuadas.

–¡Mi único hijo! –expresó la mujer desconsolada, cayendo en los brazos de su impactado esposo.

 

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