lunes, 28 de septiembre de 2015

Historias Fantásticas 1x2

PRIMERA HISTORIA HIGOR DE NÁPAR SEGUNDA PARTE ¡EL REGRESO DE LA BESTIA! 

 

 

      Mi primo se había quedado con la sangre en el ojo, y al día siguiente fuimos al pantano de los higos a buscar el cadáver del monstruo. Llegamos al lugar, pero estuvimos toda la mañana y gran parte de la tarde intentando encontrarlo. José localizó las ramas de las higueras que él había quebrado cuando calló, pero palpamos todo el pantano con unos palos largos. Era hondo, y para colmo, el barro del fondo era demasiado blando, parecía arena movediza. José se quería matar, no lo encontrábamos por ningún lado.

–Se habrá hundido José, vamos –le decía.

Pero él estaba loco, se agarraba la cabeza y no dejaba de buscar. Mientras tanto, a mí me estaban comiendo los mosquitos.

Estuvimos varios días buscando, los del pueblo nos habían dado 10.000 australes por la muerte de la criatura, de los cuales, 3.000 eran para mí. Y el Sábado, nos habían organizado una fiesta en nuestro honor. Por fin mi primo se había dado por vencido y decidió llevarse trofeos de la nave espacial. Arrancamos algo que parecía ser una computadora; y recorriéndola más, encontramos una pequeña roca encastrada en una de sus paredes de titanio. Era de metal, José decía que era un meteorito, y no la podíamos sacar, era pesadísima.

La fiesta estaba buena: Comimos asado, choripán, vacío, torta, ¡de todo!. Para entonces Freda ya me tenía loco. Me había hecho el enamorado por un tiempo, y se quería casar conmigo. Y yo no... Esta mina no me conocía, Feye nunca se iba a casar.

La comida estuvo buena, pero después comenzaron a pasar esa música folclórica que a mí me ponían los pelos de punta: Chamamé y todo eso. Y para colmo, Freda no dejaba de insistirme para que bailara con ella.

–Vamos, una pieza. Dale que esto es lento y romántico –me insistía.

–No, salí de acá –le decía yo.

José no tenía problemas, pero para esa hora yo quería desaparecer, y tenía un sueño... Así que, y aprovechando que Freda estaba bailando con un hombre que la sacó de prepo, me escabullí dentro del jeep, lo cubrí con el roñoso y semipodrido techo descapotable y me puse a dormir como un tronco.

No sé cuánto duró la fiesta, pero desde adentro del vehículo podía verlos bailar una y otra vez, siempre lo mismo cada vez que abría los ojos. Oía la voz de Freda preguntando por mí, y yo roncando lo más pancho. Ah, sí….

Después no sé bien lo que pasó, pero nadie se lo esperaba... Me despertaron los gritos. Al levantar la cabeza pude ver el horrorizado rostro de Freda golpeándome la ventanilla y gritándome:

–¡¡¡Feye!!! ¡¡¡Despertate Feye!!!

“¿Qué está pasando?”, me preguntaba dormido.

Freda salió corriendo. Abrí la puerta y todo era un griterío. No sé, pero había despertado en medio de una pesadilla; y al llegar al patio, encontré un pibe ensangrentado, sujetándose del costado mientras trastabillaba.

–¿Qué pasa? –le pregunté.

–El monstruo... –alcanzó a decirme agonizante, casi cayéndoseme encima.

–¿Qué monstruo? ¡Si lo matamos! –exclamé enloquecido.

–Higor regresó –fueron sus palabras antes de caer y quedar tendido a mis pies.

No reaccionaba, y seguí adelante como un zombi. Adentro el desastre continuaba. Podían oírse gritos, alaridos y hasta un gruñido que me puso los pelos de punta y terminó de despertarme del todo. Corrí hasta el jeep, y ma qué dardos tranquilizantes, tomé la escopeta y entré a la casa. Ahí todo era un desastre: Mesas destrozadas, heridos por todas partes, y hasta dos pibas degolladas. Era de terror. Tenía que matar a esa bestia. Pibes y pibas salían corriendo de todos lados espantados, algunos heridos, otros ensangrentados y muchos Shockeados.

–¡Déjenme pasar! ¡Déjenme pasar! –decía abriéndome paso con la escopeta mientras los gritos provenían del fondo.

Cuando llegué, vi a la bestia rompiendo un alambrado. Le disparé, pero aparentemente le erré. Así que le apunté bien; pero alguien se agarró de la escopeta y me hizo disparar hacia arriba.

–¿¡Qué hacés lagarto!? –era el mongui de mi primo. ¡Tenía ganas de matarlo!–. ¿No ves que estaba apuntando?

–Vamos por las armas, tenemos que rastrearlo –me dijo yéndose para el jeep.

Al llegar, me sacó la escopeta y comenzó a cargar las otras con dardos tranquilizantes.

–¿Pero qué hacés? –le decía ya enloquecido–. Mató a un pibe y degolló a dos pibas. ¿No viste cómo las dejó?

–Tengo otra oportunidad y quiero capturarlo vivo esta vez –resolvió ensañado, dispuesto a no cejar.

–Pero esos dardos son una porquería. Se necesitan como diez para que hagan efecto –argumenté.

–Estos son más potentes, podemos dormir a un elefante con uno solo –me explicó dándome unos especiales.

–¿Qué clase de cazadores son ustedes? –nos prepoteó de pronto una vieja.

–De monstruos –le respondió José terminando de prepararse.

–De monstruos... ¿No habían matado al Higor? Miren lo que hizo, mató a tres chicos –exclamó la vieja reuniéndose con un montón.

–Parece que sobrevivió. Nada puede sobrevivir cayendo de esa altura –argumentó mi primo, aseverándoles–: Pero esta vez me voy a asegurar de cazarlo.

Arrancando el jeep, escapamos de ahí, sin darles tiempo a que nos dijeran más nada, y menos a que nos exigieran que les devolviéramos la plata. Eso ni pensarlo.

–¿Vamos a ir a cazarlo ahora? –le pregunté al verlo decidido.

–No quiero que los cazadores del pueblo se me adelanten y lo maten –me dijo.

Estaba loco, y yo no lo podía creer. Me encontraba metido en esa persecución de nuevo, asumiendo que la criatura de los higos había muerto; y ahora, así como así, estábamos cazándola de nuevo.

Con jeep y todo nos metimos en el pasto a riesgo de atascarnos en cualquier momento. No muy lejos de nosotros, podíamos ver como la bestia se movía entre los yuyos. Yo tenía apuntando mi escopeta, pero José agarró el caño y me dijo:

–No disparés, esperá a verlo bien, no tenemos muchos de estos dardos. Vamos a bloquear el camino, no lo vamos a dejar ir hacia el pantano.

Encendiendo las luces altas, lo segábamos, impidiéndole el paso mientras hacía mover la maleza como un mar embravecido. Tomando la escopeta, José me hizo manejar a mí, y yo no dejaba de tocarle bocina y alumbrarlo. Lo teníamos loco, y eso ya me estaba gustando.

–Venía, acercate –lo retaba José colocando su vista en la mira.

De pronto, como que lo perdimos de vista... Alumbramos y ni un pasto se movía, sólo la brisa de la noche los peinaba con suavidad, encontrándonos con un claro más adelante.

–Pará, apagá el motor –me dijo José; y alzando su vista hacia delante, expresó–: Ahora lo tenemos.

Tomando las armas, nos escabullimos entre los pastos. No sabía bien lo que estaba pasando; pero por la actitud de mi primo, sentía que lo teníamos atrapado. Lentamente salimos al claro, y cada sonido que sentía, parecía el de la criatura. Daba la impresión que la teníamos ahí, a un paso de nosotros.

–¿Y eso? –preguntó José de pronto al ser sorprendidos por un familiar sonido.

–Es el tren, llegamos hasta la vía –le afirmé seguro.

Sin lugar a duda se trataba del tren que iba hacia Buenos Aires, su sonido era inconfundible.

–Si sabía seguía una estación más y bajaba acá –comenté poniéndonos al descubierto mientras pasaba el tren con suma lentitud al haber un cambio de vía.

–No hay estación en Los Higos –me dijo mi primo.

–Saltaba en vez de viajar cuatro horas en tu destartalado jeep –argumenté.

–El monstruo se habrá espantado hacia el pasto –dedujo José molesto.

Salimos de los yuyos y dimos un vistazo mientras los vagones pasaban lentamente con un aletargado tableteo. Era uno de esos trenes amarillos de larga distancia, un Fíat, como le decía yo por sus extremos redondeados, que arrastraba varios vagones de pasajeros, coches pullman y esos marrones furgones de equipaje.

–Che, miren ese negro –escuché de pronto desde el tren–. Che negro –me dijeron.

Eran dos pibes, y con la furia que tenía, me dieron ganas de matarlos.

–¿A quién le decís negro? ¡Negro te voy a dejar el ojo! –les advertí.

–Vení, subí si sos macho –me retó uno de ellos.

–No te vemos en la noche. Sos invisible en la oscuridad –argumentó su amigo matándose de risa.

–¡Teneme! –le dije a José dándole mi escopeta; y colgándome de la baranda, me colé al tren.

–¡Pará Feye! –me gritó José corriendo detrás mío.

–¿¡A quién le dijiste negro!? –exclamé irrumpiendo en el interior del tren, despertando a todos los pasajeros que estaban durmiendo.

Al verme, los pibes salieron corriendo al otro vagón, cerrándome la puerta en la cara. Yo tenía una furia, que la abrí de una patada, haciendo saltar a una vieja espamentosa que estaba profundamente dormida.

–Pará Feye, cortala, que tenemos que atrapar al monstruo –me decía mi primo intentándome detener.

Pero a esos pibes, quería recetarles gratis un par de anteojos a cada uno. ¡No me paraba nadie! ¡Estaba loco! Derribaba puertas tras puertas, asustando a todos los pasajeros y corriendo por los diferentes vagones de primera clase, segunda, tercera y pullman. Los iba a agarrar a garrotazos a los dos. Los guachos me llevaban casi un vagón de ventaja; pero en cualquier momento el tren se les iba a terminar. Me trabaron una puerta, y yo estaba dispuesto a abrirla, a desarmar el tren si era necesario. Venía arrastrando una bronca, y esos dos pibes iban a servir para desquitarme.

–¿Qué hacés? –me preguntó José alcanzándome, mientras yo estaba enceguecido por echarla abajo, y casi lo hice; pero por suerte esta se abrió. Y cuando llegué al siguiente vagón, los pibes venían corriendo hacia mí.

“Ah sí, ¿vienen a enfrentarme?”, me dije entre mí golpeando mi puño con la mano y frotándolo mientras apretaba mis dientes y fruncía el ceño.

Los cacé a cada uno del cogote y los tenía ahí apretados dándoles de coscorrones.

–¡Soltanos! ¡Soltanos! –me suplicaban los maricones.

–¿A quién le decían negro? –les preguntaba apretándolos con fuerza.

Pero ambos estaban desesperados, querían zafar a toda costa. Hacían una fuerza que casi más me hacen caer al suelo.

–Por favor, soltanos, no sabés lo que hay en el vagón de equipaje –me dijo uno de ellos–. Hay un gorila con cuernos.

–Un monstruo –exclamó el otro aterrorizado. No le prestaban importancia a mis coscorrones.

De la sorpresa, los brazos se me debilitaron, escapándoseme los dos.

–Vamos –me indicó José entregándome mi escopeta.

Flor de susto se habían pegado esos pibes, no iban a cargar más a nadie en toda su vida. Con arma en mano, recorrimos el vagón haciendo horrorizar a la gente; y al llegar a la primera sección de carga, podían oírse los bramidos de la bestia... Ocultándonos entre las grandes valijas y cajas, nos apostamos uno a cada lado de la puerta encañonando nuestras armas hacia el siguiente vagón... Lo recuerdo como si estuviese sucediendo ahora. Al asomarnos, vimos al Higor cara a cara, enseñándonos toda su afilada quijada. De inmediato, disparamos cada uno un dardo. El monstruo retrocedió, trastabillando hasta el fondo; pero sosteniéndose de la pared como un oso rengo y torpe, aún permanecía de pie. Yo quise pegarle otro tiro para rematarlo.

–No –me dijo José reteniéndome la escopeta–. Lo podés matar, estos dardos son muy potentes.

La criatura quiso ir hasta la puerta que estaba abierta, pero no alcanzó a hacer dos pasos cuando se desplomó como una bolsa de papas.

Bajando la guardia, el arriesgado de José entró, y hasta caminó a centímetros de él.

–Vení Feye –me dijo en un momento dado.

Pero yo tenía un miedo, temía que en cualquier momento esa criatura se iba a levantar y nos degollaría como a esas dos chicas del baile.

–No seas c…, no pasa nada –me decía tocándolo con la punta de su arma.

Me tomó varios minutos para tener el suficiente coraje de ir. Al acercarme, noté que aún respiraba agitadamente. Era una criatura de otro planeta ¡de verdad! Su único ojo, grande y amarillento como el de un gato, se estaba cerrando. Las cavernosas fosas nasales de su nariz, se contraían. Sus garras, filosas como cuchillas, se ocultaban debajo de cada uno de sus diez dedos en manos y patas, cubiertos con una violácea piel al igual que su aplastado hocico. Todo su cuerpo estaba envuelto por ese largo pelaje violeta con canas marrones y verdes. Lo teníamos atrapado, con uno de sus cuernos astillado y una de sus manos lastimada: cubierta por una costra negra. Lentamente, el gran abdomen debajo de su espeso pelaje, comenzó a mermar su movimiento de sube y baja.

–¿Y ahora qué hacemos? –le pregunté a José.

La gente ni se había enterado; y al parecer, nadie iba a tomar en serio a esos dos pibes. En José, bajo su seria cara, podía verse una sonrisa de victoria. Entretanto, el tren estaba disminuyendo la velocidad para parar en la estación de Villa Carlos Paz.

–Vos quedate acá. Yo voy a ir por Antonio para que me preste el camión y podamos llevar al monstruo hasta mi casa –me dijo.

–¿Pero vos estás loco? –lo amenacé con puño en alto.

–Nos encontramos en la próxima estación –me indicó mientras saltaba–. Cualquier cosa, si se mueve, ya sabés lo que tenés que hacer.

Esa no me la esperaba. Aprovechando que había disminuido la marcha, José saltó a las vías y salió corriendo a la casa de su amigo, dejándome a mí solo, con el Higor durmiendo y una escopeta en mano.

Yo cerré la compuerta del vagón, le puse la tranca, y cerré bien las dos puertas que lo comunicaban con el siguiente. Menos mal que ese era el último, y sólo tenía que vigilar al monstruo a través de los vidrios, y evitar que nadie viera ese vagón. Parecía un roñoso poncho tendido en medio del equipaje.

–Boletos, tengan listos sus pasajes por favor –me hizo sobresaltar una voz.

No... me quería matar. Yo con un arma en la mano, cuidando a un monstruo de otro planeta que estaba drogado, y sin boleto... Pero no conocen a Feye: “Las manos mágicas”... Enseguida me apropié de una funda que había por ahí, escondí el arma, pero...

–Boletos –me pescó el chancho al salir del vagón.

Claro que yo tenía preparado mi carné. Mi viejo trabajaba en el ferrocarril, y con ese carné podía viajar en cualquier tren a mitad de precio. Por supuesto que el boleto que tenía dentro de la funda ya cumplía como cinco años de antigüedad.

–Muy bien señor –me dijo al mirarlo superficialmente, y se fue; pero hacia la sección de carga...

–Está trabada –le avisé antes de que llegara a la puerta del fondo.

–Alguien le sacó la manija –me explicó mirando hacia dentro. (Claro, ese había sido yo.)

Menos mal que yo cerré la compuerta y adentro había quedado todo oscuro.

–Unos chicos me dijeron que vieron una especie de monstruo: un gorila con cuernos, no sé –agregó este dando un vistazo.

–Deben ser los que pesqué revisando las valijas –le dije.

–¿Revisando las valijas? –reaccionó el guarda mirándome.

–Sí, había un par de pibes rubios revisando las valijas, y yo los pesqué y los saqué corriendo –le expliqué inventando una de las mías.

–Así que revisando las valijas –se dijo el guarda ya enloquecido.

–Sí, les pegué un susto y salieron corriendo.

–Ya los voy a agarrar –expresó el chancho retirándose.

Ah, sí... Esos mocosos se iban a ligar un par de garrotazos extra por culpa mía.

 

      Estaba desesperado por llegar a la próxima estación. Tenía miedo de que ese monstruo se despertara en cualquier momento, pero el tren no detenía su marcha. Vi el andén, pero lo vi pasar de largo. A mí ya me estaba agarrando la loca. “¿Cómo que no paraba?”, me preguntaba al abandonar el vagón de carga dispuesto a reclamar, a romper todo.

–¿Qué pasa? –me preguntó el guarda al verme.

–¿Cuál es la próxima parada? –le consulté.

–Este tren va directo a Buenos Aires, no para hasta la estación de Haedo.

–¿¡Qué!? –exclamé en voz alta. Aunque ese tren me dejaba directo, cerca de mi casa, eso no estaba en mis planes.

–¿Tiene alguna urgencia? –me preguntó el guarda.

–No, nada, mejor –expresé, sin poder decirle que debía encontrarme con mi primo para llevarnos a un monstruo que tenía oculto en uno de los vagones de carga.

Estaba enloquecido, y para colmo, no tenía manera de avisarle a José.

Estuve horas vigilando al monstruo. Tenía hambre, sueño, de todo. El estómago me pedía a gritos algo de comida. Como la criatura ni se movía, dormité un poco, pero en cada sueño esta se levantaba directo a atacarme; pero al abrir los ojos y alumbrarlo con la linterna, este aún dormía. Le habíamos disparado dos dardos tranquilizantes que eran para elefantes. Esta cosa no se iba a despertar en tres días; y con la manija de la puerta en mi poder, nadie lograría entrar. El vagón estaba bien cerrado y perfectamente asegurado. Así que decidí ir a comer algo en el vagón comedor. Ah, sí... Me senté ahí como un rey, servilletita al cuello y todo.

–Mozo... –exigí.

Arrasé con todo, comí hasta postre y un café al final. La recompensa por la captura del monstruo me había venido muy bien.

Recostado en uno de los acolchados y reclinables asientos del vagón pulman, con alfombrita y aire acondicionado, di riendas sueltas a mi modorra, con una buena vista hacia el exterior y mirando de reojo el cercano vagón de carga; pero como nadie iba hasta allí, me dormí una buena siesta.

Como a las dos horas, comenzó a despertarme un constante bullicio. La gente no terminaba de pasar, rozarme y hacer alboroto, hasta que mi vagón había quedado prácticamente vacío.

–¿Qué película van a dar mami? –escuché la voz de un nene.

–¿Adónde van? –pregunté exaltándome.

–Al cine –me respondió una señora.

–¿Un vagón cine? –exclamé enloquecido.

–Sí, dan una película de karate que está re buena –me respondió un pibe.

Un vagón cine, eso sí que no podía perdérmelo. ¡Y daban una película de karate! ¡Mis favoritas! Estaba chocho, saltando de una pata. Al llegar a esa sección, la gente iba mostrando sus pasajes al guarda que estaba en la entrada. Yo saqué mi carné, y pasé con sólo enseñárselo. Estaba enloquecido. ¡Cine gratis! Sólo a mí me pueden pasar estas cosas. Así que compré unos pochoclos, me senté y a disfrutar de la película.

Como al rato, apareció una vieja que comenzó a protestar porque no había más asientos.

–Cómo si yo saqué pasaje pulman. Tenía un lugar en el vagón cine –se quejaba.

Todos le chistábamos. Claro, ese asiento lo estaba ocupando yo. Me mataba de risa en la oscuridad. La vieja lo hizo caminar al acomodador de un lado a otro, pero yo me hacía el tonto, comiendo mis pochoclos y disfrutando de la película.

Desde chiquito hacía que no había estado en un vagón cine. Y al terminar la película, comenzaron a pasar unos dibujos animados para los chicos; y como estaba cómodo, me quedé. Tenía que disfrutar esto al máximo. La vieja tuvo que permanecer parada en el fondo, y después se fue sacando chispas.

De repente, afuera comenzaron a escucharse gritos.

“¿Qué estará pasando?”, me preguntaba, pero estaba demasiado entretenido con el pato Donald como para ir a ver.

En eso, el tren frenó de golpe, la película se cortó de súbito, las luces se encendieron y la gente comenzó a desbandarse por todo el cine. Me paré y comencé a abrirme paso en medio de una desbocada multitud.

–¡Ehí! ¡No pasa nada! ¡Quédense quietos! –recuerdo que les decía en medio de los atropellos y gritos que ya sonaban sordos.

Y en contra de la corriente, logré llegar al próximo vagón con toda la ropa arrugada. Al ver por la ventana, reconocía el barrio. Estábamos a pocas cuadras de la estación de Haedo. Las puertas se abrieron, y la gente comenzó a saltar desesperada, hasta había algunos que salían por las ventanillas. Un poco de humo proveniente de los vagones de atrás, había sido la causa de ese absurdo pánico. Yo permanecí tranquilo y caminé lo más pancho, mientras los demás se desesperaban en ir hacia delante.

Al ir avanzando, el humo se hacía cada vez más espeso. Al parecer unos cables se habían quemado, porque se percibía un olor a plástico que mataba. Y de entre el turbio humo blanco, me topé con un padre con su hijo.

–Tengo miedo papá, salgamos de aquí –decía el nene–. ¿Viste ese monstruo?

“¿Monstruo?... ¡No!!! ¡Me había olvidado del Higor!”, pensé en ese momento agarrándome de la cabeza. Me quería matar. Y para colmo, había escondido mi escopeta en el vagón de carga.

–¡Monstruo! ¿Qué monstruo? –lo interrogué desesperado, tomándolo de la remera.

–Estaba en el vagón de equipaje. Gruñía, golpeaba la puerta; quería salir –me respondió el nene asustado.

Era verdad, habían estado ahí. El padre llevaba sus dos maletas.

Tenía que llegar ahí antes de que el Higor se soltara. Colocándome la remera sobre la nariz, me sumergí en el humo, abriéndome paso entre los vacíos vagones. Aterrada, la gente había decidido continuar a pie hasta la estación de Haedo.

Estaba a unos pasos de llegar al vagón de carga. Ya no daba más: los ojos me lloraban y el humo no me permitía ver y respirar bien. En cualquier momento caía desmayado... Y ahí fue cuando me topé con él, advirtiendo que la puerta que daba a la sección de equipaje estaba descuadrada, colgando de una bisagra... Sosteniéndome del bracero de los asientos, intentaba llegar al vagón de equipaje, cuando una gran sombra me bloqueó el paso. Era enorme, levanté la vista, y lo tenía ahí parado, con sus largos cuernos rozando el techo. Hasta pude sentir su aliento sobre mi cara. Me quedé quieto, inmóvil, pero todo se me oscureció a mi alrededor...

 

      Cuando abrí los ojos, me hallaba acostado en la cama de un hospital. Tenía una tos de locos y me incorporé confundido, exaltado...

–¿Qué pasó? ¿Qué pasó? –pregunté enloquecido.

Vestía uno de esos pijamas blancos de hospital, y palpé mi cuerpo intacto a pesar de mi encuentro con la criatura. Por lo visto, aún estaba drogada por los tranquilizantes y no me hizo nada. Sólo me dolía la cabeza y me ardían un poco los ojos; aparte de la tos y el olor a cable quemado que aún persistía en mi nariz.

–¿Se despertó? –me preguntó la enfermera, una de esas viejas gordas–. Inhaló mucho humo. Tuvimos que administrarle oxígeno.

–¿Qué pasó? –volví a preguntar, haber si me daba alguna información sobre la criatura.

–Nada, entraron en corto unos cables y comenzó a llenarse de humo el tren –me respondió la enfermera despreocupada, regañándome–: ¿Y usted qué hacía que no salía? Iba directo hacia el foco del humo.

–Había dejado mi maleta en el vagón de carga –improvisé. No podía decirle nada sobre el monstruo.

–Estamos informando desde el jardín de infantes Las Ardillitas, sobre un siniestro que se desencadenó hace no más de cinco minutos –notificaba un periodista en un viejo televisor a blanco y negro que colgaba del techo.

Boquiabierto, presté atención, porque se trataba del jardín donde iba la hermanita de Pablo, uno de mis mejores amigos que conocía desde los cinco años. Afuera, había una gran multitud, y entre ellos, pude distinguir a la madre de mi amigo. Se estaba incendiando un galpón o algo parecido; y con las mangueras a presión, los bomberos se desesperaban por apagarlo.

–Señora, ¿qué pasó? –entrevistó uno de los periodistas.

–No sé, estábamos en clases y, de pronto escuché gritos. Salí afuera con los chicos y el depósito se estaba incendiando –respondió una de las maestras.

–¿No sabe qué causó el incendio? –preguntó el periodista.

–No, yo había dejado a mis chicos afuera para que jugaran un poco –respondió otra de las maestras angustiada; y llorando, confesó–: Hay tres criaturas adentro. Yo las mandé para que vayan a buscar unos paquetes de galletitas para que tomaran la merienda en el patio...

A todo esto, la cámara enfocó hacia abajo, a una nenita que no dejaba de jalarle el pantalón al periodista.

–¿Qué viste vos? –le preguntaron.

–Un monstruo. Subió por la pared y entró ahí –señaló la nenita.

–¡Un monstruo! –exclamé. Ya me estaba levantando.

–¿Un monstruo? –preguntó el periodista risueño–. ¿Y cómo era ese monstruo que viste?

–Grande como un mono –enfatizó la nenita levantando su mano hasta donde podía–. Y tenía dos cuernos largos.

Estaba loco.

–¿Adónde vas? –me gritó la enfermera al verme saltar de la cama.

Ya me iba a ir del hospital con el pijama puesto. Terminándome de vestir mientras salía corriendo, pensaba ¿qué iba a ser? No tenía la escopeta, nada. Y al llegar a la estación, vi que el tren había llegado al andén con sus puertas y ventanas abiertas, y aún echando algo de humo.

–Mi escopeta –dije con ansias de recuperarla.

–¡Feye! ¡Feye! –me llamaron de pronto. Ya me iba a colgar en el tren.

Y al darme vuelta, vi a mi primo subido en un camión junto al chivudo de su amigo.

–¡Sos un lagarto! –le dije desquitándome con él a coscorrones.

–¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Dónde está el Higor? –me preguntó.

–Se armó un incendio en el tren, se escapó, y ahora parece ser que se metió en un jardín de infantes y armó un incendio. Está atrapado en un depósito con tres nenes –le respondí calmándome y subiéndome con ellos al azul camión de su amigo.

–¿Sabés adónde queda ese jardín? –me preguntó Antonio poniéndose en marcha.

–Sí, ahí va la hermana de un amigo mío –le respondí, indicándole enloquecido–: ¡Más rápido! ¡Parecés una tortuga! Y vos sos un lagarto José.

–Y yo qué sabía que el tren no paraba hasta Buenos Aires. Culpa tuya que te calentaste por dos pende… y te subiste a ese tren –argumentó él.

–Y menos mal que subí, porque ahí estaba el Higor –le recordé estirando la mano para darle otro garrotazo.

–Ya basta, cálmense un poco –nos decía Antonio separándonos.

–Este mongui que quiere atrapar a ese monstruo vivo –expresaba enfurecido.

–Pasamos por mi cabaña y tengo dardos como para dormir a una manada de elefantes –me aseguró José.

Al llegar al jardín de infantes, todo era un alboroto. Al parecer los bomberos habían rescatado a dos nenitas: Estas se encontraban recostadas en camillas con una máscara de oxígeno cubriendo su rostro. Como de seguro estaba yo, cuando me desmayé como un mongui en el tren. Pero allí el cuadro era diferente: Madres desesperadas, nenas y nenes de guardapolvo rosa o celeste respectivamente, con sus cuellos rojos, azules o verdes, según a que sala perteneciesen, todos asustados y confundidos. Maestras angustiadas, y bomberos de casco amarillo y uniforme gris oscuro controlando la situación, aparte de la policía.

–¡Mi hija! ¡Falta mi hija! ¿¡Dónde está mi hija!? –se escuchaba la voz de una desesperada madre; y al darme vuelta, era la madre de Pablo.

–Buscamos en todo el depósito. Ella no está ahí adentro. Pudo haber salido –le explicaba uno de los bomberos.

–Pero entró con sus compañeritas. Nadie la vio salir –aseguraba Vilma, la madre de Pablo, una mujer rubia y de aspecto conservador.

Estaba desesperada. Entretanto, escuchaba comentar a uno de los bomberos que habían salido luego de rescatar a las nenitas.

–Era horrible. Adentro había un monstruo. Una especie de gorila con cuernos –le explicaba a su compañero–. Preguntale a Marcelo, él también lo vio.

–Vamos, vos quedate acá –me indicó José entregándome otra escopeta mientras Antonio nos aguardaba con la plateada caja de su camión abierta.

Asegurando las armas, nos abrimos paso entre la muchedumbre como dos importantes cazadores. Bastante imprudente, ya que ahora estaba en la ciudad y no en medio del campo, así que ya no me podía hacer muy el vivo.

–Feye, ¿qué hacés acá? –me había topado con mi amigo Pablo, totalmente lo opuesto a mí: Rubio, de pelo lacio, tez blanca y de buena posición económica.

–Vamos a cazar al animal, después te cuento –le dije apurado, ya que mi primo no se detenía por nada.

–¡Natalia está por ahí! ¡Fijate si la encontrás! –exclamó mientras cruzábamos la valla.

–¿Ustedes dónde van? –nos detuvo un policía.

–Fuimos informados que acá puede haber un animal peligroso. Venimos a atraparlo –le explicó José mostrándole sus credenciales–. Él viene conmigo.

Teniendo casi 16 años, sin permiso para portar armas y sin ninguna credencial, me habían dejado pasar como a todo un profesional. Y lo era. Una vez había acompañado a José a una cacería normal, y fue ahí donde descubrió mi buena puntería y mi innato manejo de las armas. Desde entonces me tuvo en cuenta para sus locuras, y yo lo seguí.

El fuego se estaba extendiendo a los demás salones del jardín. Los bomberos, con sus mangueras a presión, intentaban extinguir el foco del siniestro.

–El Higor tiene que salir en cualquier momento –me decía José mientras rodeábamos el depósito en busca de un lugar libre de llamas.

–Pudo haberse desmayado por el humo. Todavía estaba algo atontado cuando me lo encontré en el tren –argumenté.

José me miraba, no entendía nada. Entretanto, el intimidante calor de las llamas no nos dejaba avanzar más.

–¿Te lo encontraste en el tren y no le disparaste? –me reprochó.

–¿Qué querés? Si había tanto humo y olor a cable quemado, que me intoxiqué y me desmayé. Por suerte la criatura estaba algo atontada y no me atacó –reaccioné haciéndome el ofendido. Claro, si le decía la verdad iba a terminar con la cabeza llena de chichones.

–Entonces vamos a entrar –resolvió mi primo; y dirigiéndose a uno de los bomberos, le pidió–: ¡Jefe! ¡Necesito dos máscaras de oxígeno!

Pero no terminó de decir aquellas palabras, cuando nos sorprendió un estrepitoso sonido. En el acto, estalló una oleada de gritos y horror. La bestia había emergido del depósito. De entre las llamas, destrozó una de sus paredes poniéndose al descubierto ante toda la gente: los bomberos, la policía y las cámaras de televisión. Con José, sólo atinamos a voltear y disparar los dardos, pero la criatura, con parte de su pelaje encendido, su único ojo apuntándonos, su mandíbula abierta y sus garras de sable desenvainadas, se abalanzó hacia nosotros como un gorila desbocado, un toro salvaje dispuesto a ensartarnos con sus cuernos, o un felino presto a rebanarnos con sus garras...

Por suerte uno de los bomberos lo apartó con el fuerte chorro de su manguera. Higor había caído a unos metros de nosotros como un empapado felpudo; y mojado, con el fuego extinto, intentaba levantarse; pero las sordas detonaciones, semejantes a las de un rifle de aire comprimido, corcovearon nuestras escopetas, disparándole una serie de cuatro dardos.

–¡No disparen! ¡No disparen! –les decía José a los policías que ya habían sacado sus armas.

Irguiendo a penas su pecho, este ya no podía incorporarse, desplomándose como un pesado estropajo empapado. Intentaba flexionar sus brazos, pero los tranquilizantes ya le estaban haciendo efecto. Con José nos habíamos colocado cerca de él, cosa de que nadie se atreviera a dispararle por miedo de que nos dieran a nosotros. Inmóvil, Higor había quedado tendido en el suelo, en medio de un charco de agua. Bomberos, policías, y algunos curiosos se habían acercado a nuestro alrededor. Los periodistas estaban enloquecidos, querían pasar a toda costa para registrar la noticia. Al parecer el secreto de mi primo se había hecho público: Estaba saliendo por todos los televisores y radios del país.

–¡¡Vení Antonio!! ¡¡Ayudanos!! –le gritó mi primo a su amigo.

Abriéndose paso entre la muchedumbre, el chivudo de su amigo se quedó paralizado al ver al Higor.

–¡Dale mongui! ¡No te quedés ahí papando moscas y ayudá! –le dije yo, quemándolo en medio de todos los espectadores.

Hasta nos habían hecho un cordón humano entre los bomberos y la policía para poder transportar al Higor hasta el camión.

Entre los tres y con la ayuda de los bomberos, lo pudimos levantar y cargar hasta el interior de la caja, que era de metal. Pesaba una tonelada el monstruo ese. Pensaba que me moría. Pero al fin lo depositamos dentro, trabamos bien su puerta con un candado y cadenas enormes.

–¿Dónde van a llevar a la criatura? –entrevistó uno de los periodistas a José.

–Al zoológico de Villa Carlos Paz –le respondió.

–¿Qué clase de especie es? –agregó.

–Todos lo sabrán cuando tenga las pruebas –contestó mi primo entrando en el camión y cerrándole la puerta.

–¿Qué hacés lagarto? ¡Estamos en televisión! –lo regañé molesto, ya que tenía ganas de lucirme.

–Después cuando les muestre la nave y todo, te vas a pudrir de salir en televisión –me aseguró mientras nos poníamos en marcha.

 

      Ese día me la había pasado viajando: De Córdoba a Buenos Aires, y de vuelta a Córdoba, pero ahora apretado y a bordo de un camión. El plan de mi primo era llevar al monstruo a su cabaña, y de ahí avisar a las autoridades de la provincia, mandarlos a buscar la nave espacial en el pantano de los higos y cobrar buena platita por entregar un animal de otro planeta al zoológico. Al principio pensé que José tenía un aire en el cerebro; pero, recapacitándolo bien, era lógico obrar así si quería llevarse todos los reconocimientos. Y más guita íbamos a ganar si la NASA quería al monstruo de los higos, o la nave espacial. ¡Íbamos a ser millonarios! ¡¡Sí!!! Yo estaba enloquecido. No obstante, por desgracia en la radio me enteré que todavía no encontraban a la hermanita de Pablo.

Para cuando transitamos por el camino de tierra que iba hacia la cabaña de José, estaba muy avanzada la noche. Entre José, Antonio y yo, nos turnábamos para conducir. Le habíamos suministrado un quinto dardo a la criatura por prudencia; y faltando poco para que al fin llegáramos, conducía José, yo estaba bien despierto mientras Antonio dormía como un tronco. A cada rato, tenía que empujarlo porque se recostaba en mi hombro y me picaba con su barba como si fuera la novia. Después no sé bien lo que pasó con precisión, pero fue lo más extraño que nos ocurrió en esta hazaña.

Estábamos a dos kilómetros de la cabaña de José. El camino de tierra era oscuro, sólo las estrellas brillaban en un firmamento sin luna. Al rato, comenzamos a ver un par de reflejos, como si un automóvil se nos acercara por detrás. Era raro, ya que nadie iba por ese camino. Por eso, José se extrañó y movía el espejo retrovisor para verlo. Una y otra vez cambiaba su ángulo con suma intriga.

–Fijate quién viene –me dijo a mí.

Pero yo tenía al troncazo de Antonio entremedio. Así que tuve que pasar por encima de él, y a duras penas pude tocar el espejo retrovisor. Ante un mal movimiento por lo accidentado del camino, lo empujé hacia arriba... Lo que vi no lo podía creer: Parecía que un auto estaba volando por encima de nosotros y alcanzándonos. Después, sus faros se apagaron y la imagen desapareció. Pensé que estaba viendo visiones, ya que todo lo había contemplado en un instante, en medio de un salto de bache. Los árboles, el viento, la oscuridad y el cansancio, podían estar haciéndome una broma.

–No hay nada –recuerdo que le dije a José.

–Ya estamos por llegar –me respondió él.

Después, vi como una segadora luz blanca, y creo que me desmayé. El resto no sé, si había sido un sueño o lo había visto en realidad... Estaba como paralizado, sentía todo mi cuerpo duro como una piedra. Podía ver hacia el frente, ni siquiera los ojos alcanzaba a mover. El camión estaba parado y, contemplé como si los faros de un auto nos iluminaran de arriba. A continuación, vi asomarse a alguien. Era Sonev, un antiguo amigo nuestro que venía de Japón. Era misterioso y serio, de pelo castaño oscuro y ojos marrones. Siempre tenía la respuesta a todo. Era un bocho en el colegio. Y un día se mudó de vuelta a Japón, y nunca más supimos más nada de él. Recuerdo que nos miraba... Luego desperté recostado sobre José. Mi primo estaba recargado en el volante, Antonio continuaba durmiendo como un tronco, el motor del camión seguía en marcha y estábamos parados en medio del camino.

–Me quedé dormido. ¿Qué pasó? –reaccionó incorporándose; y mirándome, se la agarró conmigo, reprochándome–: ¿Por qué no me despertaste?

–¿Vistes esa luz? –le pregunté aún alucinado.

–¿Qué luz? Me tendrías que haber despertado –expresó mientras retomaba la marcha.

–¿Qué pasa che? –preguntó Antonio desperezándose.

–Ya llegamos –le respondió José.

Yo tenía un cansancio que no daba más. Estacionamos el camión detrás de la cabaña. José ya tenía preparada la jaula, esperándonos con la puerta abierta y todo. Abrimos la parte de atrás del camión, y no había nada... estaba vacío. Nos quedamos ahí mirando atontados; y reaccionando, José saltó al interior, recorriendo toda la caja. Las puertas habían estado aseguradas con las cadenas y el candado. El monstruo no había escapado… había desaparecido…

Nunca le habíamos encontrado explicación a ese extraño hecho. Cuando regresamos a Los Higos, la nave espacial desapareció. Sólo quedaba el cráter. La computadora que mi primo había puesto en el jeep, tampoco estaba. Nadie sabía nada, ni las mochileras que nos habían estado cuidando el vehículo...


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